Joan Garriga: «Atravesar el dolor nos hace más libres»
Entrevista a Joan Garriga por María Eugenia Sidoti para Revista Sophia (Argentina): clic aquí
—La gran duda es si al final es bueno preguntarse tanto…
—Mira, ayer estaba releyendo un libro de Tolstoi que se llama Confesión y justamente habla de este tema, de la eterna pregunta, del para qué, de qué sentido tiene todo esto. Y él se pone muy desesperanzado, porque busca las respuestas en la ciencia y no las encuentra. Entonces se topa con Schopenhauer, que tiene una visión muy pesimista, y busca también en abordajes hinduistas, donde la muerte se valoriza más que la vida. Lo cierto es que luego se da cuenta de que los hombres simples, los que no se hacen preguntas tan profundas, viven más conectados a la vida porque están en contacto con lo esencial y viven en comunidad. Cada época tiene sus retos. Para mí lo que importa es vivir y buscar una vida significativa.
—¿Por qué creés que nos cuesta tanto conectar con aquello que al fin y al cabo es tan simple?
—En términos míticos, es la expulsión del paraíso, que en términos biográficos también sería una caída del paraíso original, la primera infancia, en la que vivimos en la realidad vivida y no en la realidad pensada. Pero luego, claro, caemos en el pensamiento y, poco a poco, la personalidad coloniza nuestro ser y al final somos lo que creemos que somos, no tanto lo que somos de verdad. Somos nuestros pensamientos y hay una desconexión de nuestra naturaleza instintiva, de nuestro ser esencial.
—Pero en algún momento llega ese llamado heroico a conectar con la propia vida, algo que ocurre mayormente hacia la mitad de la vida, ¿verdad?
—Puede ocurrir en cualquier momento, el tiempo de cada uno es impreciso. Para los más afortunados, estas crisis tienen lugar hacia los 40 o 50. Pero un niño también pierde a su madre en el parto, por ejemplo, o a su padre cuando tiene cinco años en un accidente. Así que a veces hay tragedias, traumas, pérdidas que por un lado duelen y, por el otro, ayudan a madurar. De hecho, hay personas notables que hicieron grandes creaciones artísticas y, si uno repasa su biografía, es raro que un gran literato, un gran creador, no haya sido inducido por el impacto de la desgracia. Tarde o temprano el descarrilamiento aparece. La muerte de un hijo. Perder un trabajo. Desear un hijo que no llega. Amar a alguien que se enamora de otra persona. Esto nos lleva a preguntarnos si, además de mis deseos y mis temores, hay alguien más adentro. Alguien que no es el que desea ni el que teme, sino que tiene una conexión espontánea con la vida.
—¿Qué es lo que ocurre entonces?
—Así es que parece que hay una tonalidad espiritual que necesitamos encontrar. Y esta tonalidad no la encontramos en nuestros trajes, en nuestros disfraces, sino en aquello que nos desnuda, aunque no queramos, en algún momento de la vida, para obligarnos a emprender el viaje del dolor. Porque es viajando a través del dolor que llegamos a la orilla de una cierta libertad, de un cierto amor, de algo más trascendente.
—¿La espiritualidad nos ayuda a tener una mejor vida?
—La gente que tiene fe, pero no como creencia sino como un fuego primordial, creo que vive mejor, se deprime menos y soporta de otra manera las inclemencias. Una vez, un hombre me dijo que su mujer lo había dejado y había sufrido mucho, y que lo que lo ayudó fue meditar. Porque lograr un estado de presencia y atención favorece el amor a uno mismo y a la vida también. La meditación es como un ojo que observa y no rechaza nada, tampoco se apropia de nada. Y al acoger todo, nos acogemos nosotros. Por eso digo que no basta con lo psicológico, sino que se necesita una apertura más espiritual. De hecho, no creo que haya mucha distancia entre psicología y espiritualidad: los grandes psicólogos han sido los filósofos que han tenido un punto de apertura hacia aquello que permanece, aunque las cosas cambien.
—¿Dónde podemos reconocer esa tonalidad?
—Necesitamos estar enchufados con algo que nos habla, que viene del daimon, como decía Sócrates, de la sabiduría interior. No de nuestros preconceptos e ideas. En la casa donde vivió Carl Jung hay una inscripción que dice: “Invocado o no invocado, Dios está presente”. Es ese algo trascendente, sabio, abarcativo, primordial que vive en todos nosotros y al que accedemos a través del lenguaje de los sueños o el lenguaje del cuerpo. Ese daimon que Sócrates decía que le hablaba y lo guiaba, y que se podría traducir como la voz interior que no es la voz de la personalidad con la que estamos identificados.
—¿Y cómo despertamos a eso?
—Buenos, a veces no se sabe si están más despiertos los dormidos o los que dicen que están buscando. A veces los buscadores son tan propagandistas de su búsqueda, que no se dan cuenta de que están en un movimiento que les aleja de sí mismos. Hay gente que vive una vida sencilla, pero está en sí misma. Así que no sé… Pero sí, es verdad que hay un porcentaje alto de personas que vive en automático, y que salimos de esa inercia porque vivimos un sufrimiento. Se dice que en el viaje de la vida, en el viaje heroico, aparece el llamado de la aventura, que es un llamado a caminar otra posibilidad distinta de la que vivimos. Y este llamado muchas veces toma la forma de desventuras, o también de un paisaje, una melodía, una película, algo que nos despierta a otra dimensión.
—¿Qué pasa cuando no queremos atender esa llamada?
—En las fases del viaje heroico, primero está la llamada y luego el rechazo a esa llamada. Cuántas veces he escuchado a clientes decir, en terapia, “es que lo que yo quiero es que las cosas sean como eran”. De repente se ha desestructurado el statu quo, pero uno se resiste y no quiere aceptar el llamado de que hay que emprender otra travesía. A veces es irremediable y hay que cruzar el umbral de lo conocido, esta frase tan común hoy en día que todos dicen: “salir de la zona de confort”.
—¿Qué opinás sobre esa idea?
—Me parece odiosa de tanto que se ha popularizado. Pero cuando lo conocido se ha vuelto invivible, es verdad que no queda otra que desplazarse a otro lugar interior o a otro lugar exterior. Y ahí aparecen tanto los aliados como los demonios. Porque si estuvimos en ese confort es porque no enfrentamos ciertos demonios. Pero hay una promesa y es la posibilidad de la resurrección o renacimiento. Renacemos a una vida nueva. Éramos unos y después de una serie de etapas, somos otros. Con suerte, a medida que la vida avanza, ganaremos desapego, sabiduría, madurez, amor propio, amor a los demás, amor a la vida. Con menos suerte, nos vencerá la amargura, el resentimiento, el victimismo.
—Es tranquilizador saber que el dolor es un gran maestro, pero a veces uno preferiría no tener que tomar clases con él…
—Es que hay que acogerlo para que nos conduzca al amor. Si uno lo acoge, quema las resistencias. Ya sé que esto es difícil de explicar, pero es que la pregunta que hay que hacerse es ¿a quién le duele? ¿Al controlador, al omnipotente, a la víctima? Si le duele al orgullo, a la vanidad, a ese sufrimiento hay que desenmascararlo, liberarlo. Dejarnos atravesar por el dolor dura un tiempo y luego nos hace más libres, más reales, más amorosos, más compasivos. Nos conecta con una profundidad desconocida. Y claro, uno no quiere esto, pero al final es un dolor dirigido a quemar los argumentos del ego, del yo personal.
—Hay una frase en uno de tus libros que tomás prestada de Salvador Pániker, que dice que hay que “soltar la importancia personal». Es una buena idea.
—Claro, por eso te decía que en esta búsqueda de la conciencia a veces hay mucho ombliguismo, mucho narcisismo. En realidad, nadie quiere avanzar demasiado. Es decir, la gente quiere avanzar espiritualmente. Pero hacerlo significa estar más libre de uno mismo. Y claro, uno no quiere soltarse a sí mismo ni dejar de ser esto y lo otro. Ahora, la gente que llega lejos en el camino conoce la nadieidad. ¿Quién eres? Nadie. Porque ya no hay nadie ahí adentro que diga “soy tal cosa”. No es poco.
—En todos estos años acompañando a tantos seres dolientes, ¿qué tesoros has recibido de ese proceso?
—Espero haber ganado un poquito de sabiduría, de hondura y bastante más compasión y bondad. Más respeto a la realidad tal y como es, también. Y un cierto desapego, porque al final las cosas son tan trágicas como cómicas. Así que nos ayuda saber que nada es tan grave, la verdad.
—O sea que siempre podemos cultivar la alegría, aunque la vida pese.
—Así es, la alegría a pesar de los pesares. Porque si esperamos tener alegría por algo bueno nos perdemos. Es más interesante la alegría por nada, por la misma alegría del ser. Alegrarse por el canto de un pájaro, por el juego de un niño que, como decía Galeano, juega sin saber que juega.
—¿Puede florecer en nosotros la espiritualidad aunque no abonemos ese terreno?
—Creo que la semilla de la espiritualidad, del misterio, está en todos desde pequeños. Pero esto es independiente de lo religioso y no hay que confundir espiritualidad con religión. Quien más claro lo dijo fue Nietzsche: “El rebaño necesita consuelo porque no se atreve a enfrentarse a sí mismo”. De hecho, cada vez es más común la espiritualidad laica, que no está adscrita a ningún movimiento religioso. Yo me crié en un entorno católico, pero nunca lo sentí mío. Sin embargo, a veces entro en iglesias para sentir el silencio, el misterio. Una vez, un terapeuta que ya falleció lo dijo en estos términos: “Los terapeutas, cuando son mayores y llevan muchos años trabajando, tienen dos caminos: el alcoholismo o la espiritualidad”.
—¿Cómo se sostiene esta fragilidad humana?
—Creo que se sostiene en el amparo grupal, en lo comunitario. Pero hay gente que se quiebra y entonces empieza a pensar que esta vida es completamente injusta y se refugia en los anestésicos. “No hay sentido”, dice. Lo cierto es que vivimos una vida más sana mentalmente cuando sentimos que hay otros y que, pase lo que pase, no estamos solos. La familia, cuando hay buenos vínculos, los amigos, la comunidad en la que estás inserto. Hoy vivimos en la era del yo, del individualismo extremo, y esto puede llevarnos muy lejos en el viaje personal, pero a veces lastima la necesidad de amparo grupal. Somos codependientes en el buen sentido: es nuestra condición de mamíferos.
—¿Qué es, de acuerdo a tu experiencia, lo que más nos duele hoy en día?
—La gente tiene problemas porque creo que no está bien asentada en sus vínculos. Los vínculos están desordenados, hay mucho enredo vincular. Las constelaciones son una herramienta al servicio de desenredar y ordenar, y que las personas entiendan la naturaleza del sufrimiento, que a veces ni siquiera lo comprenden, porque viven tan ensimismadas que no perciben lo que está pasando. Y los vínculos son, siempre lo digo, la unidad básica de la vida. Hay un yo y luego hay algo mayor que nos conecta al otro.
—Vivimos en sociedades medicalizadas, donde muchas veces la medicación busca tapar el síntoma de eso que genera malestar.
—Vivir en un sistema que nos empuja a vivir de una determinada manera crea una serie de problemas que luego tratamos de solventar consumiendo medicaciones. Pero no miramos qué es lo que causa el malestar. Y creo que más pronto que tarde habrá que preguntarse cómo hay que vivir para que la salud mental no se resienta tanto. Para que prevalezca la salud mental y la salud comunitaria. No tengo todas las respuestas, pero me imagino que con un sentido mayor de pertenencia, para que la gente no se sienta tan a merced de las inclemencias de las cosas, como por ejemplo dar la talla en un determinado grupo social. Competimos constantemente. Las propias escuelas están infectadas del virus de la competición.
—De hecho, los adolescentes están en riesgo: ludopatía, ansiedad, depresión, suicidios… ¿Qué papel juegan en todo esto las redes sociales?
—Nos volvimos locos en esta cultura de mierda. Llevar a un hijo a un sitio para que se destaque, para que gane. La lógica de ganadores-perdedores. Y es que las redes sociales son un basural, el lugar de comparación por excelencia, donde la gente expresa lo peor de sí misma. Hay de todo, claro, pero hoy funcionamos con parámetros conceptuales que son enfermizos en sí mismos. Habría que revisar muchas cosas para reflexionar a fondo sobre unos cuantos temas: la violencia, la agresividad.
—La soledad, también, ¿no?
—Eso, la falta de vínculos significativos. En Europa hay personas que mueren solas en su departamento y nadie las reclama. Se están creando ministerios de la soledad. ¡Nos volvimos locos! Vamos contra nuestra propia naturaleza. ¿Por qué no creamos formas de vida donde la gente no necesite llegar a estar tan sola?
—En momentos tan difíciles, ¿qué es lo que te da esperanza?
—Mucha esperanza no tengo. Es decir, sí, estamos tú y yo aquí conversando, y esto de compartir es bonito. Pero miro a Israel y Gaza, miro a Rusia y Ucrania, y cuando veo estas cosas me pregunto hasta cuándo. La gente tiene buen corazón, es solidaria. Los niños, por ejemplo, no piensan tú eres argentina, yo soy chileno; o yo soy judío y tú palestino. Pero empezamos a construir estas identidades y luego matamos por ellas. Y este juego no se supera, llevamos toda la historia. Cuando se construye el concepto del yo diferenciado, de esto es lo mío y esto es lo tuyo, se generan las luchas patriarcales por el poder, la idea de que hay que imponerse sobre el otro.
—Pienso que las madres no queremos que nuestros hijos vayan a la guerra. ¿Tal vez la paz que necesitamos puede ser un asunto de las mujeres?
—Hay una obra griega llamada Lisístrata, de Aristófanes, donde las mujeres hacen una huelga para no tener sexo con sus maridos hasta que dejen de hacer guerras. Esa sería una bonita revolución: que todas las mujeres del mundo se levanten y se nieguen a todo tipo de sexualidad hasta que no paren de matarse unos a otros. Ahí ves cómo los mitos pueden ser muy importantes.
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