Cómo nos determina la infancia.

Para Cuerpo-Mente. 20.09.2004
Autor: Joan Garriga Bacardí­

Es común y popular, hoy en dí­a, la idea de que nuestros males afectivos, problemas de pareja o de falta de ella, desaciertos profesionales, neurosis y trastornos mentales y de personalidad, fracasos y destinos difí­ciles de todo tipo, se explican y son “causa y culpa” de nuestros padres y de la crianza que tuvimos y de las carencias o excesos que tuvimos que soportar en nuestra tierna infancia. Freud, abuelo implí­cito de tal idea, exploró con detenimiento la noción del hombre no sólo como animal racional y volitivo sino también como animal social sujeto a pasiones incontroladas e impulsos inconscientes. Actualmente forma parte del supuesto sentido común general la noción iniciada por el psicoanálisis de que los hechos y corrientes afectivas vividas en la infancia determinan el carácter y nuestro estilo de vida posterior con sus posibilidades y lí­mites.

Por un lado, el trabajo de Freud represento un gran logro: concienciar al mundo acerca de la fragilidad y delicadeza de lo humano, de la existencia de motivaciones inconscientes, de que somos seres vinculares y empáticos gobernados por un cerebro lí­mbico ní­tidamente mamí­fero que nos aboca a miedos, deseos, angustias, anhelos, heridas, dolores, traumas, defensas, placeres, gozos, etc.., que los cuidados maternos son esenciales, que la sexualidad en términos freudianos o mejor el amor o el ví­nculo, en términos más modernos, orientan el trasfondo de nuestra personalidad, de nuestra manera de estar en el mundo. En la actualidad muchos terapeutas concordarí­an en visualizar heridas de amor (especialmente con nuestros padres) en el contorno de las enfermedades, crisis de vida y fracasos varios. Somos frágiles y necesitados y ésta es nuestra naturaleza. Y a la vez somos fuertes y, a menudo, las frustraciones, las heridas, los problemas nos ponen a prueba y estimulan nuestros desarrollos y tensan la cuerda que manifiesta nuestro coraje.

Por otro lado se muestra, una vez más, que cualquier conocimiento bueno engendra sus propias adulteraciones, que también las malas hierbas completan el jardí­n. Hemos desembocado en una perturbación cultural de largo alcance y es que, nunca como ahora, los padres habí­an resultado tan risibles y poco respetables (tal como evidencian con claridad las series televisivas por ejemplo) y terreno fértil para el desarrollo de ideas espurias como “nuestros padres son los culpables” o “son estúpidos e ignorantes” o “en lo que hicieron o en lo que no hicieron podemos explicar y fundamentar nuestro malestar”; inclusive en la literatura especializada se ha llegado a hablar de “madres esquizofrenogénica”, “familias psicotizantes” o “padres trastornados”. Claro que paralelamente se ha criticado este poner en la picota a los padres como inútil y destructivo. Y de hecho sabemos que en la práctica clí­nica los padres se cierran ante las atmósferas y expertos que los culpan y se muestran abiertos y dispuestos cuando se trata de aportar su colaboración en la búsqueda de soluciones.

Hace poco una buena amiga psicóloga le dio a leer a su padre, un señor mayor de 80 años con una mente aún lustrosa y suavemente sardónica, una entrevista en la que se reflexionaba sobre la familia, los padres, el intercambio con los hijos, etc. El comentario de este señor es bien ilustrativo: “Confieso que no entiendo bien lo que hablan estos señores pero debe querer decir que si a los hijos les va mal esto es culpa de los padres pero que si les va bien es mérito suyo”. Creo que no se puede reflejar de un modo mejor este pensamiento imperante. Pero serí­a un buen ejercicio preguntarnos si es un pensamiento verdadero o útil, si nos abre caminos o los cierra, si nos hace más fuertes o débiles, más esclavos o más libres.

Muchos han encontrada la coartada perfecta que además goza de predicamento en ciertos ambientes, quizá demasiado ruidosos y poco sabios, de la psicoterapia profesional: “Mis desgracias, insatisfacción, sinsabores de pareja o profesionales, etcétera, son causa y culpa de mis padres”. Y esta idea es vivida como si concediera derechos emocionales y existenciales: al resentimiento, a la acusación, al victimismo, a la indignación, a culparse o a culpar, a la pena, a sentirse acreedor, al juicio, al conformismo, y una larga gama de registros. Todos ellos son falsos poderes, posiciones existenciales que a menudo son pilares de una vida y que tomamos para conseguir ventajas pero sin que impliquen una posición de responsabilidad y aceptación de los hechos del vivir. Los falsos poderes se reconocen como estilos emocionales que mantienen infeliz a su propietario y también hacen sentirse manipulados, exigidos e infelices a sus receptores, mayormente personas queridas, y más bien tensan y alborotan que no relajan y construyen. Aún se halla extendida en nuestro corazón infantil la idea de que el sufrimiento y la infelicidad conceden derechos de algún tipo. Pero la verdad es que el único camino que nos mantiene sanos, fuertes e integrados y actúa de genuino pilar en el cual sostener la propia vida es la aceptación de lo que nos ha tocado vivir y esto también significa tomar y aceptar lo que viene de nuestros padres, familia y ancestros, incluso lo cruel y lo terrible, ya que es la única matriz de fuerza y dolor en donde podemos apoyarnos. Quién toma la realidad tal como viene y tal como es se siente bien y hace sentir bien a los demás porque sus comunicaciones no tienen exigencia ni manipulación, son expresivas, genuinas, autónomas y adecuadas al momento. Al mismo tiempo se afana para actuar en la vida y conseguir sus propósitos. Quién queda colgado de sus abusos y traumas ya no actúa en la vida y muchas veces encontramos como alguien “abusa de sus abusos” pretendiendo compensaciones y derechos que la siguen manteniendo infantil y se olvida de crecer. Parafraseando a Hellinger: “Sufrir es fácil, actuar y ser feliz exige más”.

Un ejemplo concreto que nos estremece: “un niño o niña que haya sufrido malos tratos fí­sicos o abusos sexuales”. Toda herida genera una congelación corporal, una interferencia en el flujo orgánico y vital espontáneo, cierra el alma y confunde al espí­ritu, nos lleva a defendernos del dolor, moviliza poderosas emociones que a menudo quedan enquistadas como la rabia o una gran pena, orienta actitudes en la vida, etc. Pero ¿Cuál es la puerta de salida? Imaginemos una persona que edifica su vida en el recuerdo de sus abusos (la mayorí­a de personas recuerdan con intensidad seis o siete escenas dolorosas de su vida a las que prestan mucha atención porque “allí­ y entonces” se sintieron en peligro, abandonados, amenazados o en desgracia, pero al precio de prestar menos atención a miles de escenas donde fueron cuidados, respetados, atendidos, queridos, sin las cuáles no habrí­an conseguido sobrevivir) y exhibe una posición victimista, indignada, masoquista, resentida, etc. ¿Qué gana? ¿A quién sirve? En cambio, imaginemos que esta persona puede mirar claramente sus abusos y malos tratos, y encontrar recursos para afrontar su congelación corporal y sus intensas emociones, percibir que ya pasó, tener el coraje para dejar la responsabilidad y las consecuencias (y a diferencia de la culpabilización ésta es un forma de respeto y dignificación de los padres al permitir con humildad que ellos lleven sus errores) de los daños con quiénes fueron los mayores y debí­an de haber cuidado de él o ella, volver a entregarse al dolor ya que el dolor es el sentimiento más peliagudo de vivir pero es el más curativo y dura poco si no lo mutamos en otras emociones que justamente lo mantienen obnubilado y oculto; habitualmente lo tapamos pero abriéndonos al dolor podemos abrirnos de nuevo al amor, al respeto y la honra a los padres con la plena aceptación de lo que paso, llegando por fin a la comprensión sentida de que los dañadores también se encuentran inmersos en tramas afectivas desdichadas y fatales. E aquí­ la compasión. La adhesión incondicional a la realidad y a los hechos del vivir es el camino derecho a la felicidad reza como enunciado común, implí­cito o explí­cito, en todas las tradiciones de sabidurí­a. Eckhart Tolle dice en su libro “El poder del ahora”: “Tener identidad de ví­ctima es creer que el pasado tiene más fuerza que el presente, que es lo opuesto a la verdad. Es creer que otras personas, y lo que te hicieron, son responsables de quién eres ahora, de tu dolor emocional y de tu incapacidad de ser tú mismo. La verdad es que el único poder existente está contenido en este momento donde tomas responsabilidad de tu espacio interno y el pasado no puede prevalecer ante el ahora”.

Es universal que todos los hijos en mayor o menor medida interrumpen el movimiento amoroso espontáneo y natural hacia sus padres y por ende, hacia sí­ mismo y hacia los demás. Es universal que todos hemos sido heridos, algunos con heridas terribles como la pérdida de los padres, o la falta de cuidados básicos, otros con heridas suaves y ligeras, como no ser reconocidos o respetados en momentos puntuales o no encontrar tanta disponibilidad de los padres como se hubiera deseado. También es la regla que cristalizamos un carácter para manejarnos y adaptarnos mejor, como nos enseña el Eneagrama, incluso con su correlato corporal y su coraza como demostró Reich. Pero también es universal que el amor se abre y se restaura cuando el dolor del que nos defendemos puede ser reconocido y reabierto también. Vemos que dolor y amor tienen un tronco común, son de la misma naturaleza y son reversibles como las caras de una misma moneda, por eso se dice a veces que el dolor cura, y la tolerancia a sentirlo y hacerle espacio cuando la situación lo requiere nos hace más desarrollados y, paradójicamente, más compasivos. A veces en las salas de los terapeutas toma una forma muy vivida y dramática, y cualquier adulto tiene la capacidad de encarar heridas que de niño no pudo. De manera que la vida es así­ y serí­a imprudente pensar que es la función de los padres privar a los hijos de cualquier herida. Esto serí­a un artificio que, de hecho, algunos padres agobiados por la culpa y el perfeccionismo pretenden. Forma parte del hecho de vivir que la vida nos hiera. Como dice la canción cantada por Joan Baez: “Llego con tres heridas: la del amor, la de la muerte, la de la vida”. Los padres transmiten la vida y cada hijo recibe la llama del vivir de manera intacta y plena. Así­ que una frase vigorosa, con sentido, podrí­a ser: “los padres nos dan la vida y nos exponen a ella, y será seguro que también nos herirán al igual que los hijos a ellos y que la vida también nos lastimará, y forma parte de los pecados del vivir interrumpir el flujo amoroso natural hacia los padres, aunque fuéramos heridos”. Ya que las personas sufrimos principalmente no tanto del hecho de que no nos quisieran lo suficiente sino del hecho de que somos nosotros que hemos dejado de querer, que nos protegemos a través de un personaje que tomamos por nuestra identidad. Por tanto el infierno y el pecado es nuestra falta de amor. El objetivo implí­cito de la terapias envuelto en la trama concreta de los problemas que tratan de resolver es restaurar el movimiento amoroso hacia los padres, ya que incluso en un sentido egoí­sta el amor a los padres es el camino hacia el amor a uno mismo, porque en el fondo el hijo se siente sus padres y rechazándolos se rechaza a sí­ mismo; a tal punto llega la lealtad de los hijos. Por eso es de primerí­sima importancia que el terapeuta en su atención al paciente sienta respeto y cariño no sólo hacia su mundo personal sino también hacia sus padres y hacia su familia en un sentido más amplio y también, obviamente, hacia sus propios padres. De esta manera trabaja respetando los profundos nexos del corazón de su paciente.

Escuchemos la voz de Claudio Naranjo a través de su nuevo libro “Cambiar la educación para cambiar el mundo”, un libro de renovada esperanza en que un mundo más amoroso y fraterno es posible. Dice por ejemplo: “Solamente a través del amor a sí­ mismo puede el individuo ser capaz de amar a los demás, y solamente a través de la restauración del ví­nculo amoroso original hacia los padres puede a su vez amarse a sí­ mismo; porque de otro modo el resentimiento hacia sus padres recaerá sobre sí­ mismo y sobre los demás”. Por otro lado es cristalino el mandamiento mosaico “honraras a tu padre y a tu madre” y no existen culturas en las que persista el arraigo y el sentido tribal en las cuáles los padres no sean profundamente respetados. Una tarea por tanto para todos: “reencontrar el amor a los padres y a través de ellos el amor a nosotros mismos y a la vida que hemos recibido hermosa e intacta” y aún otra: “honrar a los padres significa que fueran los que fueren los hechos y vivencias de nuestro mundo infantil debemos aprovechar la vida recibida y hacer con ella lo mejor”.

Es común encontrar personas notables, con talentos especiales y mucho desarrollo personal, que les tocó crecer en condiciones muy precarias, en familias con constantes muertes y pérdidas, con tramas y conductas violentas, adictivas o infantiles de los padres, expuestas a peligros, a guerras o a graves amenazas. Y esto también confirma que el desarrollo necesita obstáculos, que al hervor de la precariedad y el sufrimiento se puede alimentar el espí­ritu de una forma original. Si miramos la biografí­a de personas que hicieron grandes aportaciones a la humanidad difí­cilmente encontraremos infancias rosadas sino la exposición a las “heridas del amor, de la muerte, de la vida”. Buda por ejemplo perdió a su madre, que morí­a como consecuencia del parto, en el tercer dí­a de su vida. ¿Puede un hijo recibirlo todo, es decir, la vida, al precio de que otra persona, la madre, lo diera todo, o sea, su propia vida? ¿Puede existir un intercambio más desigual en lo humano? Pero todo hijo puede hacerse fuerte en la orfandad y tomar la vida en plenitud y en memoria del precio que pago la madre honrarla haciendo algo grande y útil con su propia vida como hizo Buda. O también concederse el estatuto de abandonado y la debilidad interior de culparse por la muerte de la madre y expiarlo con una vida pobre y mediocre con lo cual, en la realidad, al sacrificio de la madre le sigue otro sacrificio, el del hijo. ¿Aprovechamos lo que ocurre, incluso lo que parece trágico, como oportunidades de desarrollo o nos entregamos al lamento y al reproche atrincherándonos en nuestro penar? ¿Ponemos buena cara al mal tiempo o mala cara al buen tiempo? ¿De que dependerá una u otra actitud? Seguramente de haber interiorizado una postura de concordancia con la realidad en lugar de una de oposición y resistencia, de haber hecho este aprendizaje. Y esto cada vez es más difí­cil en un mundo donde, nunca como ahora, lo individual y personal habí­a sido tan importante, y donde la idea del Yo se hace tan grande que pretende controlar los vaivenes misteriosos del vivir, el morir, el enfermar, el amar, etcétera, en lugar de aliarse con la corriente, el flujo y la suerte que su increí­ble poder dispensa a cada uno, a veces, azarosamente. El mundo ha ganado arrogancia y ha perdido reverencia, han aumentado los pertrechos de ataque y defensa y ha disminuido el sentido de lo providencial y lo comunitario, y hoy cualquiera se siente legitimado para gritar ¡YO! al universo aunque éste no experimente ninguna obligación ni acepte una relación de tuteo.

Aunque la postura culpabilizadora hacia los padres se encuentra insertada en los pliegues de la cultura no creo que sea masiva en el pensamiento de los psicoterapeutas serios, sean de la orientación que sean. Efectivamente, el peor escenario posible se darí­a cuando al terapeuta no le basta con ser él mismo y ser diestro en su arte sino que alberga la pretensión interior de ser mejor que los padres del paciente, lo cual no creo que dependa de su teorí­a, sino de su desarrollo personal. Afortunadamente en la década de los 60 se desarrollaron un conjunto de métodos bajo el epí­grafe de Psicologí­a Humanista o Movimiento del Potencial Humano que, entre otras cosas, pretendí­an confrontar la presidencia de lo inconsciente sembrada por el psicoanálisis, y la de persona como mero artilugio comportamental sin vida interior, sujeto a refuerzos y castigos, como postulaba la psicologí­a conductual. Pretendí­an devolver al individuo la responsabilidad ante su existencia. Baste, como botón de muestra, un conocido ejercicio de comunicación que proponí­a Fritz Perls, creador de la Terapia Gestalt en el cual la persona realiza un “continuum de conciencia” sobre los sentimientos y experiencias que percibe momento a momento y añade la coletilla “… y esta es mi existencia” o “… y me hago responsable”. Por ejemplo: “me doy cuenta de que noto tensión en mi garganta…, que mi vida está vací­a…, que pienso que no le interesaba a mi madre…, etcétera… y me hago responsable de ello”. Significa llanamente que cada uno debe apropiarse y cargar con su experiencia en lugar de buscar subterfugios y culpables. Como decí­a Fritz Perls, y Jorge Bucay titula uno de sus libros “El camino de la auto dependencia”, debemos avanzar en nuestro propio sostén -nuestra auto dependencia- en lugar de volvernos dependientes de los demás, manipuladores y participantes de juegos psicológicos. La Terapia Gestalt enseña a frustrar y desincentivar estos juegos psicológicos, en los que siempre es posible cargar en otros las culpas de las propias desdichas y por el contrario anima a vivir en el presente, a la conciencia sentida de lo que nos toca vivir y a un ejercicio permanente de responsabilidad. Enseña a confiar en los procesos veraces y experienciales más que en aquellos derivados de la imagen ideológica sobre uno mismo. Procura cerrar aquellos asuntos del pasado que no fueron resueltos y nos impiden vivir con libertad en el presente, pero no se trata de un proceso intelectual de ¿porqués? y de cadenas de explicaciones, sino experiencial de ¿qués?, ¿cómos?, ¿dóndes?, ¿cuándos?, ¿con quiénes?, ¿para qués? (sentido finalista o teleológico) y la asunción progresiva de quiénes somos con todos nuestros registros, confiando de una manera privilegiada en los procesos corporales y en “las voces de los órganos y de las ví­sceras”. Fritz Perls puede ser considerado como maestro de veracidad y responsabilidad. Golpeaba ferozmente todos los intentos de los pacientes por permanecer pequeños e inmaculados, incitándoles a reconocer su contribución a la creación y mantenimiento de sus dificultades como pasaporte para movilizarse también en las soluciones y dejar de permanecer pasivos.

En consecuencia se anuncia que el problema no es tanto lo que ocurrió allí­ y entonces y las interpretaciones que hacemos con el pasado sino el carácter, falsa personalidad o estilo de vida que adoptamos aquí­ y ahora; que la salida, si somos honestos, se encuentra en el auto cuestionamiento, en la voluntad de salir de la prisión personal, de querer cambiarse a uno mismo en lugar de a los demás, en la comprensión enérgica de que nada impide que nos desarrollemos tal como deseamos excepto nosotros mismos. Me gusta enseñar a mis estudiantes que los pacientes desean cambiar sin cambiar, sin dar el brazo a torcer, sin arriesgar perspectivas o conductas nuevas… pero cambian cuando en el algún punto aceptan y arriesgan que lo bueno se muestra, a veces, al revés de lo que habí­an pensado. Por ejemplo es común que alguien piense que se sentirá mejor el dí­a que sea reconocido y considerado por sus padres… pero es más cierto que se sentirá mejor el dí­a que él mismo sea considerado con ellos.

El Eneagrama, enseñanza milenaria sobre la personalidad, enseña como desarrollamos un carácter, una manera estrecha de interpretar la realidad, para encarar el dolor de nuestra crianza, para adaptarnos mejor al entorno en que nos toca crecer, aunque signifique una caí­da espiritual ya que nos mantiene, a su vez, dormidos y desconectados del Ser, de nuestro yo esencial, cuya presencia se halla en abundancia esperando ser reconocida, aguardando el regreso a casa. Pero así­ como el carácter nos defiende también nos otorga talentos y predisposiciones creativas. Cada problema trae a su vez su propio regalo. También Reich concordó en ver al carácter como el problema principal y aporto la idea de coraza muscular refiriendo que en el cuerpo se encuentra insertado quiénes somos en forma de tensiones musculares, respiratorias, etc. Hoy en dí­a es básico en el proceso de revisión de los problemas el trabajo corporal y existen múltiples técnicas que lo abordan con el objetivo común de devolverle a cuerpo su vitalidad y su instintividad, comprendiendo que alejarse de los procesos naturales y organí­smicos es un negocio fatal ya que mantiene deshabitada y confusa la propia casa interior y cuando alguien golpea a la puerta quién suele contestar es el niño disconforme y agriado.

Metodologí­as actuales como la PNL y el Coaching insisten también en orientarse a lo recursos, que los poseemos en abundancia si los buscamos, y en orientarse al futuro ya que es el lugar donde viviremos el resto de nuestra vida. Trabajan con la mirada puesta en reestructurar lo que fue vivido como problemático entresacando profundos aprendizajes que pueden sembrar de belleza nuestro presente y nuestro futuro. Invita a adentrarse en la experiencia profunda de lo que vivimos, desmenuzarla y cambiar en la dirección más útil. También las aportaciones y abordajes estratégicos, generalmente de formato breve, no se interesan por el pasado ni por lo introspectivo, sino que se preguntan acerca de qué mantiene vivo un problema, qué le posibilita su persistencia. Esto implica un salto epistemológico, una nueva teorí­a sobre comunicación, que afirma que los problemas se mantienen insistiendo en los intentos de solución que no han funcionado, intentos controlados y mantenidos por el sujeto en la actualidad. Por ejemplo si alguien sufre un ataque de pánico intentará controlarlo en el futuro insistiendo en evitar ciertos lugares o buscando protección de ciertas personas, con lo cual lo alimentará en lugar de resolverlo, y la terapia le exigirá el cumplimiento de ciertas tareas que desbloquean el circuito del problema, pero sin que, habitualmente tenga que acudir a comprensiones de la infancia.

Es común que las personas busquemos explicaciones a lo que vivimos. Así­ lo reconocen viejos filósofos como Epí­cteto cuando afirma “lo que nos hace sufrir no son los hechos sino las opiniones con que los tratamos”, grandes literatos como Dostoyevski en “Memorias del subsuelo” reconociendo que necesitamos dotar de sentido el absurdo de tantas vivencias, y la moderna teorí­a de la ciencia cuando apunta que “no hay hechos sin la mediación de las teorí­as que los refieren”. Es general, por tanto, el anhelo de explicabilidad. Y el camino más a mano es preguntarnos porqué y casi siempre conseguimos encontrar respuestas y éstas tienen una función: nos calman, son chupetes, consuelos como decí­a Maturana. En el universo de lo psicológico hay una creencia extendida fruto de una concepción lineal del tiempo: la de que tener la comprensión de una causa procura una solución y mucha gente hace colas en las salas de los terapeutas para conseguir saber, creyendo que logrando entender su pasado mejorarán su presente y su futuro, y vemos muchas veces como tienen teorí­as y claras y certeras comprensiones sobre sus padres y su crianza, pero paradójicamente, a veces éstas actúan como cárceles y no como libertadores. En su mala versión aprovisionan de justificaciones de desdicha que no de impulsores de gracia. Creo que es cuestionable esta creencia de que apelando al pasado se construye el futuro. En ocasiones si y en otras no, depende. Es fatal cuando se trata de seguir buscando en los terapeutas argumentos en los que edificar nuestras desdichas. Con los años uno comprende que todas las personas somos capaces de generar las explicaciones, las teorí­as, los argumentos que necesitamos para cimentar nuestra infelicidad. Pero desemboco en algo bien simple y tautológico: “sólo se cambia cambiando y no hay otro modo” y “más vale un gramo de acción alternativa que mil kilos de buenas explicaciones”.

El anhelo más profundo de todo hijo es sentir el amor hacia sus padres y juntarlos en su corazón, honrarlos y tomar la vida recibida. Cuando un hijo logra hacerlo se siente fuerte, orientado a la vida y libre para seguir el soplo de su espí­ritu y sus inclinaciones personales. Con este propósito a menudo proponemos este ejercicio, a veces en distintas fases, que nos permite localizar las heridas y entregarnos conscientemente al dolor como tránsito alquí­mico hacia el amor. Es un ejercicio que requiere coraje y no es apto para los que esperan calmantes o sucedáneos. Puedes realizarlo aunque lo significativo no se encuentra en la mecánica si no en la evocación que te sugiera.

“Puedes imaginar a los padres de tu infancia enfrente de ti a unos dos metros de distancia y uno al lado del otro, y puedes verte a ti mismo como el niño/a que fuiste con 7 u 8 años de edad. Puedes sentir tu cuerpo, respirar, atender el ir y venir de tus sensaciones… y te tomas un tiempo para explorar cómo serí­a ir hacia ellos y abrazarlos tiernamente (no ser abrazado) a ambos al mismo tiempo y juntarlos en tu corazón. Puedes observar si aparece alguna resistencia en tu cuerpo, alguna tensión, algún obstáculo, alguna emoción…. Es muy común, si se hace con atención, que el cuerpo herido se manifieste en forma de resistencias y sentimientos contenidos. También ocurre a veces que te resulte fácil con uno de los padres y difí­cil con otro, que estés tomando partido…. Observa esta resistencia o resistencias y percibe exactamente las sensaciones de tu cuerpo que las conforman y toma nota de ellas. A pesar de la sensación de resistencia igualmente puedes seguir adelante hasta que logres el abrazo o hasta donde te sea posible, sin forzar nada, sin ningún artificio. Lo importante es la toma de conciencia de lo que vas experimentando.
A continuación puedes tomar la “experiencia corporal de resistencia” y utilizarla como guí­a para que te muestre, para viajar en el tiempo y re visitar aquellas viejas escenas difí­ciles de tu vida en las que estuvo presente y revivirlas con todos los pormenores, con todo el detalle del recuerdo, y con la atención puesta, sea lo que fuere el contenido del recuerdo, en sentir el dolor sin tratar de defenderte con otras emociones como el enojo, la culpa, la vergí¼enza, la queja, etc. Con la atención puesta en asentir a lo que ocurrió y abrirte al dolor. Y poco a poco trata de tomar la energí­a del dolor para transmutarla conscientemente y fabricar amor con el dolor. Cuando termines, sean las que sean las escenas que hayas recordado, escrí­belas una por una dejando espacio en blanco para anotaciones a tu derecha y a continuación piensa y anota toda aquella información que tu mirada parcial de niño no habí­a prestado atención pero que tu mirada actual de adulto si puede y, potencialmente, podrí­a hacer la escena más llevadera o al servicio de tu desarrollo. No se trata de inventar nada, sólo de reconocer que tomamos una información parcial de lo que vivimos y que ahora podemos completarla. Por ejemplo aquel niño no conocí­a el futuro, que todo saldrí­a bien, quizá tampoco sabí­a que sus padres no querí­an que sufriese, incluso que ni siquiera se dieron cuenta de lo que estaba pasando, o que los padres acababan de tener un aborto y estaban muy tristes, o que el abuelo seguí­a conectado emocionalmente con las ví­ctimas de guerra en la que él consiguió sobrevivir, o que tu madre perdió a su madre cuando era muy pequeña, etc. Seguramente comprenderás que mucho de lo que ocurrió no era “contigo” sino formando parte de una trama mayor. Entonces, tal vez, podrás notar compasión, fuerza y comprensión acerca de cómo lo difí­cil puede actuar en forma de bienes para tu vida actual y renunciar a la debilidad de tus emociones y guiones de vida centrados en recuerdos del pasado. Puedes pensar que herramientas y útiles te ha dado cada una de las escenas y anotarlo también en la derecha. Por último puedes volver a imaginar a tus padres y ahora te das la vuelta apoyándote ligeramente en ellos con tu espalda, y ellos a su vez se apoyan en sus propios padres, tus abuelos, y así­ sucesivamente por varias generaciones. Lograrás sentir el peso y la fuerza de tus ancestros, un enorme triángulo detrás de ti y con esta fuerza la vida y tu mirada puede ganar peso, luz y alegrí­a.

Este ejercicio es una combinatoria de distintos métodos: PNL, Gestalt, Enfoques Corporales y Constelaciones Familiares.

Del libro “Enseñanzas sobre el amor” de Thich Nhat Hanh, entresacamos una meditación recitada dentro de un conjunto que se llama “tocar la tierra” y se dice que “durante la práctica entregamos nuestro orgullo, nuestras nociones, nuestros resentimientos e incluso nuestros deseos, y entramos en el mundo de –las cosas tal como son-“. Me parece que expresa en forma luminosa la sabidurí­a, el Orden del Amor y el respeto a la vida, que nos orienta en nuestro trabajo de Constelaciones Familiares:

“En agradecimiento, me inclino ante todas las generaciones de mis antepasados de mi familia. Veo a mi madre y a mi padre, cuya sangre, carne y vitalidad corren por mis propias venas y alimentan cada célula de mi cuerpo. A través de ellos veo a mis cuatro abuelos. Sus expectativas, experiencias y sabidurí­a me han sido transmitidas a través de innumerables generaciones de antepasados. Llevo en mí­ la vida, sangre, experiencia, felicidad y dolor de todas las generaciones. Intento transformar el sufrimiento. Abro mi corazón, carne y huesos para recibir la energí­a de la visión interior, del amor y de la experiencia transmitidos por mis antepasados. Veo que el origen de mis raí­ces procede de mi padre, mi madre, mis abuelos, mis abuelas y de todos mis antepasados. Sé que sólo soy la continuación de este linaje ancestral. Por favor, apóyame, protégeme y transmí­teme tu energí­a. Sé que dondequiera que los hijos y nietos estén, los antepasados también están allá. Sé que los padres aman siempre y apoyan a sus hijos y a sus nietos aunque no siempre sean capaces de expresarlo eficazmente por culpa de las dificultades que han tenido. Veo que mis antepasados han intentado construir un modo de vivir basado en la gratitud, la alegrí­a, la confianza, el respeto y el amor compasivo. Como continuación de mis antepasados, me postro profundamente y permito que sus energí­as fluyan a través de mí­. Pido a mis antepasados que me apoyen, me protejan y me den fuerza”.

Para terminar me gustarí­a citar a Neruda en el inicio de su libro autobiográfico: “… para nacer he nacido, para encerrar el paso de cuanto se aproxima, de cuanto a mi pecho golpea como un nuevo corazón tembloroso”. La felicidad es la entrega al momento. El sentido de la vida es vivirla. Por lo demás, la felicidad se hace más posible y cercana, así­ se desprende de las enseñanzas de las Constelaciones Familiares, cuando nuestro corazón se serena y cuando todos los que forman parte de nuestra red de afectos, ví­nculos sistémicos y Alma familiar pueden ser reconocidos, respetados y tener un buen lugar. Canta mejor el pájaro, sin duda, en su árbol genealógico, como atestigua Jodorowski. Ojalá podamos permitirnos el bienestar aunque aquellos a quiénes amamos profundamente, nuestros padres u otros anteriores, no tuvieran dicha ni bienaventuranza.

1 comentario

Dejar un comentario

¿Quieres unirte a la conversación?
Siéntete libre de contribuir!

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *