Segundas Relaciones

Son tiempos caóticos y creativos, originales e inciertos, turbulentos y esperanzados para el amor en las parejas. Algunos estudiosos han acuñado el concepto de “monogamia secuencial” que viene a anunciar lo que todos ya percibimos –unos con cierto alivio, otros con más añoranza-: el funeral de “la pareja para toda la vida”. Monogamia secuencial significa que, hoy por hoy, las personas tenemos estadí­sticamente muchas probabilidades de tener entre dos, tres o más parejas consecutivamente a lo largo de una vida con la consiguiente complejidad de formatos familiares y de convivencia que acarrea y, sobre todo, con un alto precio en estrés emocional, afectivo y vincular. Nunca como ahora habí­amos enfrentado de forma masiva tantas exigencias emocionales y tránsitos dolorosos. Amarse, unirse, vincularse, crear, separarse, desprenderse, volver a empezar, son cualquier cosa menos trámites desde la frivolidad. Golpean las cuerdas que más intensamente vibran en nuestras almas, las del amor y el desamor.

Son tiempos presididos por la libertad individual. Una premisa discutible pero no cuestionada por la mayorí­a de personas es que somos dueños de nuestra vida y no al revés, que también tendrí­a sentido, a saber, que pertenecemos a la vida y a sus propósitos. Los designios individuales priman a los comunitarios. De hecho en sociedades tecnológicas se desdibuja el sentido de lo colectivo y de lo trascendente y las personas se refugian en un rabioso norte auto referencial. En la actualidad las personas nos sentimos sin esfuerzo el centro del universo, y la presencia de las dificultades que la vida trae nos empuja a salvar el propio barco, el yo tan preciado, olvidando el marco grande del nosotros, del destino común. Así­ ocurre también en la pareja.

Las parejas han perdido sentido comunitario y, en general, ya no se encuentran insertadas ni apoyadas por una comunidad significativa, ya sea familiar o de convivencia. Por tanto cuando rugen los conflictos y los desacuerdos, cuando surgen las desavenencias, cuando la trama de los hijos pone a prueba la fortaleza de la pareja, cuando las inclemencias económicas o de salud golpean, cuando los estilos afectivos aprendidos en la infancia colisionan, él y ella, no encuentran espacios de apoyo, sosiego y alivio en otros y en la comunidad, y es tanto lo que esperan el uno del otro que resulta demasiado. Ante la tensión, la frustración y el dolor, giran de nuevo hacia el yo, se escoran hacia el único refugio seguro, sí­ mismos. Consecuencia: la separación. Siempre dolorosa, hiriente, difí­cil de integrar. ¿Cómo soltar donde pusimos tanto? ¿Cómo replegar el corazón cuando fue tan expansivo?

En la mayorí­a de las culturas el ví­nculo de la pareja, especialmente de la pareja convertida en progenitores, tení­a un valor sagrado, reverente, de culto y servicio a la vida. La pareja vista como realización en el amor y en la sexualidad al servicio de la comunidad y de la vida.

El peligro que se cierne hoy ante la incertidumbre y el estrés de lo afectivo es la pérdida del sentido de lo sublime y lo misterioso en el ví­nculo de la pareja. Ante el dolor que se avizora en el horizonte, ante la inseguridad de los modelos, la tentación es ceder a una materialización de lo humano y de los ví­nculos, en los que el otro es visto como bien de consumo, efí­mero y fungible. Pero el ser humano necesita completarse a través de lo que le falta que siempre es el otro y, generalmente, para el hombre la mujer y para la mujer el hombre. La pareja nos completa pero no el sentido de media naranja que encuentra su otra media sino que a través del otro conseguimos experimentar la plenitud. Y no sólo la pareja; cuando el otro es verdaderamente un Tú surge el Yo en su grandeza. Como lo decí­a el filósofo y rabino Martin Buber, el verdadero encuentro humano se da en el Yo-Tú y no en el Yo-ello. El verdadero ser de cada uno se encuentra a través del reconocimiento del Tú.

La trampa fácil es la desesperanza. La salida cómoda es despojar de alma lo humano. El camino difí­cil es el del amor y el dolor, justo lo que nos hace fuertes y verdaderamente humanos. Una separación casi nunca es un trámite, es un desgarro en el alma y nos aboca a la proeza de transitar sus tempestades emocionales y realizar nuevos aprendizajes para salir fortalecidos en dirección a una nueva relación si es lo que deseamos.

He optado por iniciar este artí­culo haciendo una reflexión más sociológica que psicológica en una primera lí­nea de abordaje, pues hemos de reconocer que para aligerar culpas y auto reproches por nuestros fracasos amorosos ayuda que nos sintamos participes de un movimiento social que trae sus propia reglas y exigencias y nos aboca al actual caos amoroso en el cual no hay más brújula para orientarse que la sumisión a los procesos sentimentales y emocionales de cada uno, desdibujados los carriles sobre lo correcto o lo incorrecto. Trataré de iluminar algunos mitos o errores comunes que desembocan en separaciones y como cada uno de ellos puede ser una oportunidad de aprendizaje y reorientación para posteriores relaciones.

Buscar la felicidad en el lugar equivocado
Es dudoso que el sentido de la pareja sea proveer de felicidad a sus miembros pero es común soñar que la felicidad llegará con la unión perfecta con el otro, como si ésta se tratara del calmante de todos los males, una suerte de elixir que nos hace invulnerables y realiza la esperanza de reposar confiados en el añorado seno materno.

Que la pareja nos dará la felicidad es una creencia tan extendida que si uno la cuestiona se arriesga a hacerse enemigo de los ilusionados. Sin embargo, si preguntamos a parejas consolidadas suelen contestar que la pareja no les ha dado estrictamente felicidad tal como la esperaban, sino una ardua, agria y dulce tarea interior y de crecimiento, y la compensación es más bien un sentimiento de dulzura, alegrí­a, unión y compromiso en el camino común. Proporciona con suerte la alegrí­a y la dulzura de saberse juntos y confiables en un camino común.

Sabiendo que la progresión de la pareja exige un buen número de penosos ajustes en el ego personal resulta un tanto infantil mantener intacta la creencia de que debe proporcionar la felicidad. Según palabras de San Agustí­n la felicidad consiste en tomar con alegrí­a lo que la vida nos trae y en soltar con la misma alegrí­a lo que la vida nos quita. Seguramente la felicidad tiene más que ver con una actitud ante la realidad que vivimos que con la realidad misma. Somos felices cuando conseguimos apreciar y fluir con lo que nos toca vivir en lugar de hacerlo depender del estricto cumplimiento de nuestros deseos y nuestros cambiantes pensamientos y sentimientos.

Serí­a un gran paso liberar a nuestras parejas del peso de tener que hacernos felices y liberarnos a nosotros mismos del peso de hacerlas felices para que paradójicamente la felicidad pueda ser mayor. Serí­a más prudente y sabio tener simplemente la expectativa y el ofrecimiento de un cierto bienestar y realización en el intercambio y en la relación. Una buena orientación para abordar una nueva relación es liberarla de la expectativa de que nos haga felices asumiendo la tan proclamada idea llena de sentido común de que nada ajeno nos hará felices. Que la felicidad empieza en uno mismo y entonces, como el aceite, se extiende hacia los demás.

Tolerar el bienestar y el dolor
Lo que nos lleva a la pareja y le otorga su importancia es el reconocimiento de que estamos incompletos, de que algo falta, de que sentirnos solos y únicos lastima el puzzle interior del Alma que todos necesitamos redondear. El otro, por tanto, completa nuestra sed de totalidad. El vehí­culo que nos lleva al otro es la sexualidad en primer lugar, junto con la ternura, el cuidado y la seguridad en segundo lugar, y la compañí­a y el camino común en tercer lugar. Cuando una pareja persiste en su camino común y en el intercambio y crece a través de los hijos, los proyectos compartidos, los retos y vaivenes asumidos, etc. se profundiza el ví­nculo de una manera necesaria y grata para el alma pero con grandes consecuencias: por un lado aumenta el bienestar de manera tal que algunas personas no lo pueden soportar y por otro lado nos hacemos candidatos al dolor ya que la traición o la pérdida de la persona amada desgarrará nuestro cuerpo, nuestro corazón y nuestra alma. Una nueva relación debe incluir la pregunta sobre cuánto bienestar seré capaz de buscar y tolerar y también de qué manera estoy listo para ser de nuevo candidato al dolor y asumirlo si es preciso. Para muchos quizá resulte incomprensible la idea de tolerar el bienestar pero mi experiencia como terapeuta me ha enseñado que muchas personas empiezan a boicotear sus relaciones amorosas “justo cuando todo va bien” lo cual me ha hecho pensar a menudo en una especie de tabú cultural sobre el bienestar, lo cual se explica por una feroz lealtad a los modelos familiares en los que crecimos cuando fueron desdichados. Ningún hijo tolera bien un cociente de bienestar mayor del que conoció en su escenario familiar primero. El reto consiste en permitirlo y transformar lealtades desdichadas en regalos de bienestar para nuestros orí­genes.

Tú eres tú y yo soy yo, o tú eres yo y yo soy tú.
Cuenta una vieja historia de Oriente que cuando Dios creo al hombre y a la mujer les dio un solo cuerpo, de manera que desconocí­an el sentimiento de soledad y de carencia. Estaban juntos, completos, eran felices. Pero pronto surgieron dificultades, a veces el hombre querí­a caminar hacia el este y la mujer hacia el oeste, o uno querí­a tumbarse y reposar mientras el otro deseaba seguir recolectando frutos. Se dieron cuenta de que no eran libres y que el precio de estar tan juntos –de ser uno en dos o dos en uno- suponí­a grandes renuncias a impulsos y deseos estrictamente personales. Tanto anhelaron ser libres que solicitaron una reunión con Dios, le explicaron sus problemas y le pidieron que tuviera a bien concederles dos cuerpos. Dios, amable y generoso, no tuvo inconveniente y les concedió dos cuerpos, a él cuerpo de hombre y a ella cuerpo de mujer. Al principio rebosaban de contento, cada uno podí­a caminar y hacer lo que querí­a a cada momento con independencia del otro. El podí­a caminar hacia el este y ella hacia el oeste, no obstante en seguida experimentaron que si se alejaban demasiado en direcciones contrarias notaban un desagradable y angustioso sentimiento hecho de punzadas de soledad y el deseo de reencontrarse. Tratando de resolver el exceso de unión para encontrar el camino personal se encontraron con la independencia que poní­a en riesgo su unión. Se dice que desde entonces las personas han tratado de vincularse sin conseguir resolver completamente este conflicto entre unión e identidad. Todas las personas experimentan ambas necesidades pero en grados y maneras diferentes. Así­ encontramos personas altamente orientadas a la fusión con el otro y otras a la autonomí­a. Cada pareja negocia la manera en que ambas necesidades se pueden satisfacer en ambos miembros respetando sus tendencias y estilos personales.

Es posible que un fracaso en la pareja se deba a una mala conjugación de estas necesidades y ayuda cuando nos dirigimos a una nueva pareja tener una mayor claridad de las propias necesidades y tendencias que nos permitan encontrar la persona con la que podamos sintonizar y calzar sin graves conflictos.

Es obvio que los extremos de la cuerda generan dificultades especiales y hay personas que se pierden a sí­ mismas en la fusión, temiendo encontrarse a sí­ mismas, y otras que se pierden a sí­ mismas en el exceso de independencia temiendo diluirse en el otro.

Entonces conviene que trabajen terapéuticamente para flexibilizar sus posiciones rí­gidas. Para que la frase ritual “una sola alma, una sola carne” tenga sentido primero es necesario un dibujo ní­tido de las identidades individuales.

Enamorarse y amar
Enamorarse significa: “me mueves mucho pero te veo poco” y con esta ceguera y pasión inicial muchas parejas inician su caminar. Efectivamente el otro que vemos cuando nos enamoramos no es más que el otro que imaginamos y necesitamos en nuestras fantasí­as y le hacemos depositario de nuestros anhelos. Se convierte en el blanco de nuestras proyecciones. Cuando la pareja se empeña y se arriesga a seguir la relación y el camino común se inicia el amor, eso es: “ahora ya voy viendo mejor quién eres pero ya no me mueves tanto, sin embargo me mueves y me tocas lo suficiente para aprender a querer y respetar quién eres, incluso lo que me resulta difí­cil o no me gusta y me quedo a tu lado y me comprometo en un camino común en lo alegre y en lo triste, en la salud y en la enfermedad” como a veces reza el texto ritual del matrimonio. En esta fase algunas expectativas ya han sido frustradas. Podrí­amos decir que el amor empieza cuando el enamoramiento remite. Paradójicamente algunas personas lo interpretan al revés. Piensan que se pierde el amor cuando el enamoramiento se desvanece, rompiendo la relación. Para las personas que inician segundas o terceras relaciones es una oportunidad para combinar enamoramiento ciego con la clara percepción de quién y cómo es el otro. Hombres y mujeres, chamuscados por relaciones que prometí­an la maravilla y acabaron de manera infernal, acaban por orientarse de una forma analí­tica según el sentido de lo conveniente, y a veces no está mal que hagan como si estuvieran un poco ciegos para activar la pasión que surge cuando inventamos al otro a la medida de nuestros anhelos más ocultos. De igual manera los que ciegamente tropiezan una y otra vez con la misma piedra, con el mismo estilo de relación fallido y trágico, en verdad, no quieren algo mejor sino seguir tropezando en su emocionada y esperanzada ceguera y les conviene abrir los ojos y ver.

Rendirse a lo que separa
Para lograr el bienestar y la estabilidad en la pareja no basta con el amor. En casi todas las parejas podemos rastrear la presencia del amor en alguna o todas sus manifestaciones: pasión, ternura, amistad, decisión, compromiso, etc. Sin embargo puede no ser suficiente y, a pesar del amor, algunas parejas no logran superar los grandes temas que los acechan y deben rendirse a la tenaza de las dificultades o buscar soluciones para ellas.

Apreciar nuestros orí­genes y tomar a nuestros padres allana el camino de la pareja.
Un persona soñó una noche que se acercaban sus padres y depositaban unas monedas en sus manos, no sabemos si muchas o pocas, si de oro, de plata o de hierro. La persona durmió feliz el resto de la noche y al dí­a siguiente fue a la casa de los padres y les dijo: – he soñado que me entregabais unas cuantas monedas y he venido a agradeceros y deciros que las tomo con gusto. Los padres que, como todos los padres, encuentran su grandeza en el reconocimiento y capacidad de recibirlos de los hijos contestaron: – como eres tan buen hijo, puedes quedarte con todas las monedas, y puedes gastarlas como quieras y no es necesario que las devuelvas. El hijo se fue de la casa de los padres y para siempre se sintió pleno y enraizado y el dí­a que encontró una pareja podí­a sentir en su interior “tengo padre y madre así­ que me bastara con que él o ella sea mi compañero y yo el suyo”. Esta historia ilustra en el lado inverso el hecho de que a veces algunos hijos no toman sus monedas que representan la herencia de nuestros padres porque entre ellas también están envueltos las heridas y los sucesos dolorosos y prefieren decir: “no me sirven o no son suficientes o son demasiadas, etc.” y entonces, en algún nivel, caminan huérfanos sosteniéndose en los falsos poderes del resentimiento, el victimismo, la enfermedad, la iracundia, etc. en lugar del verdadero poder de tomar a los padres y su historia y su realidad. Entonces, cuando no toman a sus padres, se acercan a su pareja e incluso a sus hijos con la idea de que la pareja o sus pequeños tendrán las buenas monedas que no recibieron de sus padres, lo cual trastorna el orden entre el dar y el tomar. La pareja no es una relación materno filial sino una relación entre adultos y aunque la pareja tome el lugar materno o filial en ciertos momentos y aunque con suerte algunas parejas logran balsamizar y reparar viejas heridas con los padres, en general cuando esperamos de la pareja lo que no pudimos tomar de los padres y este se convierte en el patrón de trasfondo de la relación es demasiado y la pareja fracasa en medio de grandes dolores y desgarros emocionales. Al contrario de lo que es usual en las canciones románticas podrí­amos decir que funcionamos mejor en la pareja cuando somos más autónomos y reconocemos que sin él o ella también estarí­amos bien, que también serí­amos capaces de vivir.

Estilos afectivos en colisión.
Todos hemos crecido en un escenario familiar con reglas y modos afectivos propios. Como niños nos insertamos inocentes a la familia a la que pertenecemos y ahí­ hacemos los aprendizajes principales sobre los ví­nculos y las relaciones. En particular nuestra exposición al dolor y el intento de apartarnos de el va conformando un estilo afectivo que nos guiará en nuestras elecciones y relaciones afectivas adultas. Podrí­amos decir que es universal una cierta desconfianza hacia el amor ya que aquellos que amamos nos han herido y los hemos herido y como marionetas gobernadas por el dolor tratamos de protegernos tomando posiciones. Así­ una vez adultos se juntan Don no valgo para nada con Doña segura, o Don delicado con Doña cuidadora, o Don optimista con Doña abandonada, o Don me peleo con todo con Doña yo tengo razón, o Don agresivo con Doña resignada, y mil etcéteras. Sin duda una pareja es una segunda oportunidad para reaprender, para arriesgarse de nuevo a confiar en el amor. A veces los estilo afectivos aprendidos se complementan y la pareja avanza. Otras veces los estilos colisionan con tanta vehemencia que no es posible un mí­nimo de bienestar. A pesar del amor la pareja tiene entonces que enfilar caminos divergentes. Como señala Boris Cyrulnik con su teorí­a de la resiliencia, cada nueva pareja es otra oportunidad para rehacer un ví­nculo seguro e í­ntegro. Después de una separación el trabajo consiste en hacer una inmersión en el estilo afectivo que no resulto funcional y equiparse para realizar cambios.

Implicaciones en las familias de origen
A veces él no consigue dejar de ser el hijo de sus padres para ser el marido de su mujer, a veces ella sigue tan ocupada con el destino de un hermano que no concede la prioridad al marido y la nueva familia formada. íšnicamente son ejemplos pero cuando dos personas forman una pareja y se unen, en realidad, se unen dos familias con su historia particular cimentada en hechos y vicisitudes particulares, y cada uno en la pareja conserva sus lealtades más o menos camufladas a sus orí­genes. La pareja se vuelve consistente cuando, con el tiempo, logra afianzarse y sentir que como pareja y como nueva familia son fuertes y tienen prioridad a los ví­nculos anteriores y esto se consigue lentamente, madurando a fuego lento. Hay sagas familiares donde planean creencias que arrastran a todos sus miembros como por ejemplo “ninguna mujer será nunca feliz con un hombre” o “no se puede confiar”, etc. Beneficia preguntarse sobre estas creencias, ver como actúan como frenos, desafiarlas si es preciso. Ayuda plantearse las ataduras de amor con nuestros orí­genes que nos dificultan el tránsito a la madurez y a la posibilidad de tomar el lugar al lado de un compañero.

Saber perder
El indicador de que una separación ha concluido en un sentido interior viene dado por el hecho de que, en las profundidades, logramos aceptar todo lo que ha pasado, tal como ha pasado y nos entregamos a la vivencia de la pérdida y a las punzadas de dolor que progresivamente se vuelve más sereno. Por fin podemos rendirnos a la realidad de lo vivido y lo perdido y tomarlo tal cual. Para eso abandonamos las culpas y los reproches por las heridas y las frustraciones, tanto los que dirigimos hacia nosotros mismos como hacia la ex pareja. También dejamos atrás los intentos de explicar y entender que nos han servido como consuelo y asidero para sostener las tormentas emocionales y renunciamos a la explicación correcta y soltamos. Liberamos la necesidad de tener razón y todos los argumentos que la sostienen al igual que dejamos de prestar oí­dos a los argumentos de nuestra ex pareja. Lo habitual es que mientras le inventamos porqués a la realidad nos negamos a rendirnos a ella y ser sus humildes discí­pulos. A veces ni siquiera hay porqués claros… sólo la vida generando formas cambiantes. Saber perder requiere en un última estancia la capacidad de entregarse al dolor de la pérdida sin camuflarla con otras emociones parásitas como la rabia, la lastima, la culpa, etc. Por fin, y esto es lo más importante, una separación ha concluido cuando nos retiramos de tratar de encontrar buenos y malos y dejamos que cada uno asuma su responsabilidad. Pasase lo que pasase, y sean las que sean las medidas y los lí­mites necesarios para encauzar la relación posterior –especialmente si hay hijos- salimos í­ntegros si aquellos a los que amamos en su dí­a conservan un lugar digno e í­ntegro en nuestro corazón; con más motivo cuando se tienen hijos en común. Es bueno para los hijos percibir que, en ellos, los padres se siguen queriendo, por la simple razón de que los hicieron en común como fruto del amor que se tuvieron en su momento. Es necesario al final que cada uno retome en sus manos el impulso de la vida y la propia responsabilidad por la vida que sigue sin el otro.

Ana está con su nueva pareja desde hace diez años. Sufre intensamente por el hecho de que, aún queriéndolo, no logra sentirse comprometida y profundamente vinculada. Más bien se siente aún vinculada con su pareja anterior con la que vivió hechos cruciales y de la que se separo sintiéndose ahogada pero de la que no logra desprenderse en un sentido interior. Los hechos cruciales consisten en que ella atravesó un peligroso cáncer durante dos años que la tuvo muy enferma y al borde de la muerte y él la cuido con total abnegación. Cuando ella superó su enfermedad una fuerza incomprensible la llevo a separarse como si tratará de escapar de una cárcel. Lo que a nivel racional es incomprensible se entiende muy bien mirando detenidamente la dinámica y los equilibrios en el intercambio en la pareja. Ella recibió tanto durante estos dos años de enfermedad que se sintió con una gran deuda y ante lo insoportable de no poder zanjarla abandono la relación. Una deuda puede compensarse de muchas maneras pero también con la gratitud y la humildad de saber recibir algo bueno y, a veces, la compensación ya se encuentra en la capacidad y belleza de saber recibir. Pero esto requiere humildad. Sea como sea lo importante es cuidar el equilibrio en el balance de cuentas. Una separación se logra cuando el saldo se acerca a cero y no hay más deudas ni obligaciones.

Volver a empezar

Como dice el protagonista de una historia que cuenta Jorge Bucay, “fui a comprar un final feliz, y busqué y busqué, pero no lo pude encontrar, y viendo que no lo podí­a encontrar preferí­ invertir en un nuevo comienzo”. Cuando un amor se va hace espacio para otro nuevo y muchas personas que quedaron heridas y vulnerables renuevan su esperanza en un camino de amor y se invierte en un nuevo comienzo, el cual aunque no se logre un final anterior feliz –y un final es más a menudo traumático, doloroso y frustrante- puede edificarse sobre el respeto y la gratitud a lo anterior, la integración de las heridas, los lí­mites necesarios para canalizar los desacuerdos, especialmente cuando hay hijos, y la despedida en el dolor y el amor. Lo nuevo se construye sobre lo viejo cuando lo viejo no son ruinas y cadáveres sino buenos cimientos de amor, respeto y gratitud. Por tanto una relación concluye sanamente cuando, con el tiempo necesario, el amor en un sentido interior puede volver a fluir y los lí­mites en un sentido exterior quedan ní­tidos.

Joan Garriga
30 abril 2005

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