Al parecer nos toca vivir tiempos caóticos y creativos, originales e inciertos, turbulentos y esperanzados, para vivir nuestro amor en pareja. Algunos estudiosos han acuñado el concepto de “monogamia secuencial”, que viene a anunciar lo que todos ya percibimos -unos con cierto alivio, otros con más añoranza-: el funeral de “la pareja para toda la vida”.

Monogamia secuencial significa que, hoy por hoy, las personas tenemos estadí­sticamente muchas probabilidades de tener entre dos, tres o más parejas consecutivamente a lo largo de una vida con la consiguiente complejidad de formatos familiares y de convivencia y, sobre todo, con un alto precio en estrés emocional, afectivo y vincular. Nunca como ahora habí­amos enfrentado de forma masiva tantas exigencias emocionales y tránsitos dolorosos.

Tener consecutivas relaciones sentimentales traen consigo mucho amor, pero también mucho dolor.

Amarse, unirse, vincularse, crear, separarse, desprenderse, volver a empezar, son cualquier cosa menos trámites desde la frivolidad. Golpean las cuerdas que más intensamente vibran en nuestras almas, las del amor y el desamor. Ésta es la danza que nos toca danzar y el reto a menudo es titánico y a la vez humilde: lograr permanecer en el amor y en el placer de la vida, aprendiendo a transitar y remover los puentes de dolor. Aprender pues a transmutar dolor en más amor y no en más argumentos para seguirse protegiendo. Como dice Walt Whitman en su “Hojas de hierba”:

Soy el poeta el Cuerpo y soy el poeta del Alma,
los goces del cielo están conmigo
y los tormentos del infierno están conmigo.
Los primeros los multiplico e injerto en mi ser,
los últimos los traduzco a un nuevo idioma.

En cierto modo todos los terapeutas, los ayudadores, los que acompañamos los tránsitos del amor y el desamor en las personas, somos o deberí­amos ser un poco poetas del Cuerpo y poetas del Alma.

Aunque tengan modos de relacionarse diferentes, hombres y mujeres aman por igual. 

 

Son muchas las mujeres que se quejan de no ser suficientemente comprendidas por sus parejas hombres y lo gritan de una forma sonora y publicitaria como si fuera un derecho natural. Al mismo tiempo cientos de hombres se van secando calladamente porque encuentran que sus mujeres menosprecian algunos de sus intereses, deseos, costumbres y aficiones, y en lo hondo, piensan que hay algo que no va, que la mujer no se molesta en comprender que el hombre es como es.

Lo que parece claro es que, a pesar de las diferencias, hombres y mujeres aman por igual, son adultos por igual, exponen su corazón por igual, desean el bienestar, la comprensión y la confianza por igual… Aunque son diferentes desean lo mismo, pero de distinta manera: las mujeres están más dotadas de recursos emocionales y afectivos, los hombres de recursos racionales y de acción. Los brazos del amor y la entrega son múltiples y variados, y su conjunto crea una totalidad necesaria y hace que cada quién aporte su especialidad.

Serí­a muy atrevido decir, aunque lo digo, que los hombres aman más que las mujeres pero hacen mucha menos publicidad de ello; serí­a atrevido pero probablemente no completamente exacto. Ambos, hombres y mujeres, aman en igual profundidad pero en distinta manifestación. Pero al menos sirva como reivindicación del profundo amor y ví­nculo que sienten muchos hombres.

Lo que ayuda no es que los hombres comprendan a las mujeres o que las mujeres comprendan a los hombres. Lo que ayuda es que dejen de intentarlo… y en lugar de comprender que se rindan ante el misterio, y rendirse significa basicamente respetar lo incomprensible del otro y amarlo tal cual es sin comprenderlo, porque sí­. Esto es regalo y bendición.

Además los que reclaman no suelen dar justamente lo que exigen. Son las paradojas de las relaciones humanas. Ojalá quién pida comprensión la pudiera dar sin paliativos.

Cualquier relación entre hombres y mujeres está llena de historia. 

En el encuentro del amor “asciende una savia inmemorial”, versaba Rilke. En el encuentro de la pareja van muchos. En cada hombre de hoy viven cientos de hombres anteriores, padres, abuelos, bisabuelos, y muchos otros. En cada mujer, muchas otras, madres, abuelas, bisabuelas, y muchas más. Sucede que algunas madres, abuelas y otras sufrieron el yugo explotador, desconsiderado y machista de sus maridos y no pudieron ejercer la libertad de vivir su enojo y reorientarse y separarse si lo deseaban. Sucede que algunos hombres anteriores se hicieron culpables de dominación y explotación de sus mujeres. Son ecos del pasado que aún nos impregnan en nuestra realidad actual. Y sucede que hoy en dí­a algunas mujeres están enfadadas en nombre de sus anteriores y algunos hombres están culposos y asustados en nombre de sus anteriores. Algunas mujeres vengan a sus abuelas con su enfado hacia sus parejas actuales. Algunos hombres expí­an las culpas de sus anteriores debilitándose y empequeñeciéndose hasta estallar con sus parejas actuales. Y la guerra entre sexos y sus luchas de poder se perpetúan. Con el resultado de violencia, fatalidad y desdicha que todos conocemos desgraciadamente.

¿Qué ayuda? Que el pasado pueda quedar como pasado, dignificado con nuestra buena mirada y con el pleno respeto hacia aquello que fue vivido tal como fue y por los que lo vivieron tal como fue para ellos. Y ayuda mirar el presente con alegrí­a y gratitud. Y nada hay más irresistible para un hombre que el genuino respeto y la sincera sonrisa de una mujer y nada más irresistible para una mujer que ser respetada como mujer y amada tal como es, incluyendo su misterio. De hecho el regalo más bello que alguien nos hace consiste en amarnos como somos y el mejor regalo que podemos hacer a alguien consiste en amarlo tal como es.
¿Vamos a por ello? Y logramos un poco más de felicidad.

Artí­culo escrito por Joan Garriga Bacardi. Mayo 2010

Por Joan Garriga y Mireia Darder
Publicado en Mente Sana, abril 2008

Quién a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija, reza un famoso refrán. Si a continuación te imaginas como hijo cobijado en el frescor, la ligereza y la protección del árbol familiar es seguro que tus orí­genes te conceden la fuerza y la libertad para ser tú mismo. Y con estas alforjas, puedes elegir el camino profesional y afectivo que mejor casa con tus talentos, tus predisposiciones y la llamada profunda de tu alma. Subido a los hombros de un gigante incluso un enano logra que su mirada alcance un horizonte más lejano. De la misma manera, cualquier hijo que toma profundamente a sus padres tal como son y recibe de ellos la bendición para crecer en su propia vida, se proyecta con éxito en aquello que elija y podrá superarlos, si es el caso, sin tensión o culpa. O bien podrá ser fiel a su naturaleza más sencilla o menos destacada y vivirlo con felicidad y alegrí­a, porque carece de la presión para tener que ser un top en su materia, aunque sus padres hubieran sido notables en su campo. Ojalá la vivencia que todos tuviéramos con los padres fuera la de un árbol que da sombra y respalda nuestros pasos y sentirnos libres para ser lo que somos y desarrollar lo que tenemos. Pero no suele ser tan común o tan fácil.

Puede ocurrir que sientas que la sombra de tus padres y de tu árbol familiar sea tan alargada que te persigue todo el tiempo. Con ello dificulta el reconocimiento de tus propios méritos y valores, y de las tendencias espontáneas que surgen en ti. Muchas personas sienten que, hagan lo que hagan o vayan donde vayan deben cumplir con expectativas, ilusiones, imágenes y proyectos, que fueron forjados fuera de ellos mismos. Generalmente en la fragua paterna o familiar. Convirtiéndose en mandatos que operan como losas de difí­cil cumplimiento, ya que nos sentimos mal si los cumplimos porque van en contra de nuestros deseos profundos, pero también nos sentimos mal si no lo hacemos, ya que van en contra de los deseos de nuestros padres. Y nuestro sentido de amor y pertenencia con ellos hace que quisiéramos complacerles. A menudo, no podemos escapar de estos conflictos sin confrontarnos con intensas culpas o turbulencias emocionales. Pero cuando logramos reconocer el camino propio, sea el que sea, lo sentimos como la tierra prometida que al fin nos acoge después de un arduo camino de crecimiento y, a veces, de confrontación con los padres.

Todos conocemos casos de familias de médicos o abogados o artesanos, etc. en los que, generación tras generación, los hijos sienten la presión de tomar el relevo y perpetuar el nombre familiar. Algunos lo hacen con gusto y se muestran orgullosos de completar el cuadro honorable de letrados o relojeros o panaderos, y se asientan en una identidad casi gremial. Quizá impulsados por la fuerza de lo familiar o por el hecho de que lo conocido atrae formas similares. Se sabe que es más fácil ser un buen músico cuando en la familia se transpira música y los padres la llevan en sus células, o ser comerciante de antigí¼edades cuando uno se crí­o en una familia rica o con cierto abolengo. Pero también sucede que un hijo puede albergar talentos y deseos que caen muy lejos de lo previsto y lo exigido por el padre por ejemplo porque mejor sintoniza con un talento que viene de la familia de la madre, o bien es una predisposición propia, con lo cual su camino se vuelve más complejo, y difí­cil de encauzar.

Tuvimos un cliente que viví­a escindido entre su deseo de ser un funcionario tranquilo o bien un reportero de guerra. Al mirarlo con atención descubrió que lo primero encajaba con el deseo y el espí­ritu seguro del padre, director de alto nivel en una empresa bancaria. En cambio, ser reportero pegaba mejor con el espí­ritu más aventurero y arriesgado de la madre (que en su juventud ya se lanzaba en paracaí­das cuando era atí­pico en mujeres). Lógicamente se pregunto si también tení­a deseos propios y lentamente fue descubriendo su amor por los cómics y acabo creando una empresa editora de fotografí­a artí­stica y de historias ilustradas. El mejor regalo que los padres hacen a sus hijos consiste en apreciar sus talentos e inclinaciones Sin embargo, cuando no es así­, las contrariedades que enfrentaremos serán las pruebas que nos fortalecerán en nuestro camino. Lo que vemos es que la sombra de los padres es muy alargada a veces y debemos desbrozar la maleza que genera para salir a nuestra propia luz, lo cual en verdad es lo que honra profundamente a la familia. José era el descendiente de una prestigiosa familia de abogados y, a pesar de su instinto artí­stico, fue compelido por su padre a estudiar Derecho. El dí­a que debí­a incorporarse a la firma, se le manifestó un severo ataque de asma como primera señal de que estaba traicionando sus talentos, del que no se curó hasta que entro en el mundo del teatro. ¿Serí­amos acaso capaces de imaginar a Mozart como zapatero u obispo?

Casi todos los padres están de acuerdo en que su mayor deseo con los hijos es que estos sean felices. Y la mayorí­a de los padres también tienen sus propias idea acerca de cómo los hijos serí­an felices, idea que corresponden a su historia personal, a sus logros y a sus frustraciones. Pero los hijos van por libre y entonces la dificultad estriba en que sepan respetar la propia manera del hijo de encontrar su propia felicidad en su propio camino, tal como sea. De esta manera se puede dibujar un escenario de confrontación que termina con claridad el dí­a en que el hijo se asume como plenamente mayor de edad (y esto puede ser con 25 pero también con 60 o nunca), y plenamente responsable de su camino, de sus decisiones, de sus éxitos y de sus fracasos, de sus aciertos y de sus errores. Los padres generalmente terminan por comprender que deben respetarlo aunque no encaje con sus deseos. Y, en el fondo, también se alegran de la fuerza del hijo por respetarse y elegir su propio camino. Ya Jalil Gibran habló así­ a los padres sobre los hijos: “Vuestros hijos no son vuestros. Son los hijos y las hijas del anhelo de la Vida, ansiosa por perpetuarse. Aunque estén a vuestro lado, no os pertenecen. Sois el arco desde el que vuestros hijos son disparados como flechas vivientes hacia lo lejos…”. De este modo los padres entregan a los hijos a sí­ mismos y al flujo de la vida.

Fallar a los padres y al sistema familiar lo vivimos todos como arriesgado, porque pueden dejar de querernos, pero la medida de su amor lo encontramos justo en el aprecio de lo que somos genuinamente. Para ello nosotros debemos sentir primero este aprecio.

Otro asunto clave a considerar se da cuando los padres son muy exitosos y aclamados en su ámbito, o al revés cuando han tenido una situación profesional humilde, sencilla y corriente. En el segundo caso el hijo puede vivir la presión de mejorar el nivel social y económico de su familia y sentirlo como un acicate que le da energí­a, y al mismo tiempo sentir la culpa oculta por permitirse algo mejor que aquellos que ama. ¿Cómo disfrutar de un rotundo y lujoso 4 por 4 cuando el padre no pasó del “dos caballos” por ejemplo? En el primer caso, es al revés. Siente la presión de ser igual o más exitoso que sus padres y al mismo tiempo la tensión que le produce la presión, y quizá la culpa de no alcanzarlo y el riesgo de descender en el escalón social o económico. Desde luego, un asunto especial se da con los padres “brillantes, ultraexitosos, o muy reconocidos”, por lo menos en la perspectiva social y mundana. Ante ello el hijo debe asumir que los talentos especiales no se heredan. Con suerte puede sentirse orgulloso y alegrarse de los logros de sus padres y tomar de ellos la atmósfera de excelencia que hayan sabido crear. Así­ mismo, casi seguro que deberá hacer un trabajito interior para deslindarse con claridad de sus padres, para decirse yo soy yo y ellos son ellos. Si entra en el juego de ser mejor que sus padres se desgastará inútilmente, aunque lo consiga. Si entra en el juego de ser peor que sus padres, ellos seguirán siendo la referencia. También si quiere jugar a ser diferente por obligación. ¿Cuál es la salida? La de siempre: escuchar con atención los llamados y los latidos de nuestra verdadera naturaleza y respetarla. Al final el verdadero éxito, el acierto vital con mayúsculas, consiste en ser nosotros mismos y no un personaje inventado acorde con los imperativos de los padres o de la sociedad. El éxito de verdad consiste en el contacto con el ser profundo que somos en cualquier experiencia que vivamos en nuestra vida, ya seamos criticados o aclamados.

CONSEJOS PRÁCTICOS

CONSEJOS PARA LOS PADRES

LA EXIGENCIA BLOQUEA Y COARTA
Cuando nos ponemos muy exigentes y obsesivos para que nuestros hijos hagan aquello que nosotros queremos o sean aquello que nosotros somos, lo que conseguimos es que se bloqueen o se revelen en contra de lo que decimos. Demasiadas expectativas y ideas demasiado estrictas sobre nuestros hijos dificultan que puedan desarrollarse. En lugar de conseguir lo que queremos conseguiremos lo contrario. El saber que son nuestros hijos, pero que no son nosotros, nos puede ayudar a dejar que hagan su propio camino.

EL SOBREPROTEGER NO AYUDA TENR UNA AUTOESTIMA ALTA
La sobre protección y el no dejar que nuestros hijos puedan experimentar por si mismos es una manera de que no confí­en en ellos. Algunas veces esta sobre protección viene justificada por la idea de que lo tengan todo y no sufran tanto como nosotros. Cuando no dejamos que nuestros hijos se arriesguen a hacer lo que ellos quieren y se equivoquen en lo que hacen, estamos creándoles una idea de que ellos no pueden hacer las cosas solos, y por tanto tendrá una mala idea de si mismo, como de que es incapaz de hacer las cosas solo.

DEJAR A LOS HIJOS EN LIBERTAD Y CONFIAR EN ELLOS
Cuando los padres no exigen el que los hijos sean alguien igual a ellos o a que sigan el mismo camino que ellos. Tampoco los sobreprotegen y dejan que lleven una vida independiente de ellos, los hijos se sienten libres de escoger lo que quieren y como aman a sus padres y normalmente los admiran quieren hacer algo bueno con lo que estos les han dado. Si para los padres esta bien que los hijos hagan lo que ellos quieren y no se les exigen que sean de una determinada manera o que tengan una determinada profesión, estos al sentirse libres muchas veces escogen cosas parecidas a las de los padres.

CONSEJOS PARA LOS HIJOS

PARA PODER SER UNO MISMO HAY QUE ACEPTAR LA HERENCIA
Como hijos somos lo que son nuestros padres (padre y madre), heredamos de ellos la mayor parte de las actitudes, carácter y talentos; poder aceptar la herencia que hemos recibido y no rechazarla, nos pone en el mundo con todas nuestras capacidades. A veces nuestros padres se ponen exigentes y sobre-protectores o tienen actitudes que nos dañan y ahí­ no queremos ser como ellos. Cuando los rechazamos estamos rechazando algo de lo que nosotros también somos y por tanto nos amputamos posibilidades (actitudes, capacidades y talentos) propias que nos podrí­an ayudar desarrollarnos.

ALGUNAS VECES SEGUIMOS LO QUE QUIEREN NUESTROS PADRES EN LUGAR DE LO QUE QUEREMOS NONTROS
Si por un lado se trata de aceptar la herencia que llevamos por otro es necesario que podamos diferenciar lo que son los deseos de nuestros padres para nuestro futuro, o sea lo que ellos quieren que seamos, de lo que nosotros queremos ser realmente. Algunas veces nos sentimos exigidos a realizar aquello que ellos no se atrevieron a hacer o lo mismo que ellos hicieron. Es decir vivimos la vida de nuestros padres en lugar de vivir nuestra propia vida. Una manera de saber cuando no estamos haciendo lo que queremos realmente es sentir una exigencia muy grande y no estaremos a gusto con lo que estamos haciendo, pero sentimos que tenemos que hacerlo.

APRENDE A VER QUE QUIERES REALMENTE
El poder encontrar lo que uno quiere y necesita hacer para ser feliz es una tarea que corresponde a cada uno de nosotros. El poder individualizarse mas allá de las expectativas de los demás y de nuestros padres a veces implica apartarse del camino que se supone que tendrí­amos que hacer y correr riesgos. Esto implica experimentar y estar dispuesto a equivocarse, significa confiar en uno mismo y arriesgarse con lo que uno cree. Cuando uno consigue hacer lo que quiere, vivir de la manera que quiere vivir escoger la profesión que quiere, lo sabe por la sensación de satisfacción interna que tiene.

Para Cuerpo-Mente. 20.09.2004
Autor: Joan Garriga Bacardí­

Es común y popular, hoy en dí­a, la idea de que nuestros males afectivos, problemas de pareja o de falta de ella, desaciertos profesionales, neurosis y trastornos mentales y de personalidad, fracasos y destinos difí­ciles de todo tipo, se explican y son “causa y culpa” de nuestros padres y de la crianza que tuvimos y de las carencias o excesos que tuvimos que soportar en nuestra tierna infancia. Freud, abuelo implí­cito de tal idea, exploró con detenimiento la noción del hombre no sólo como animal racional y volitivo sino también como animal social sujeto a pasiones incontroladas e impulsos inconscientes. Actualmente forma parte del supuesto sentido común general la noción iniciada por el psicoanálisis de que los hechos y corrientes afectivas vividas en la infancia determinan el carácter y nuestro estilo de vida posterior con sus posibilidades y lí­mites.

Por un lado, el trabajo de Freud represento un gran logro: concienciar al mundo acerca de la fragilidad y delicadeza de lo humano, de la existencia de motivaciones inconscientes, de que somos seres vinculares y empáticos gobernados por un cerebro lí­mbico ní­tidamente mamí­fero que nos aboca a miedos, deseos, angustias, anhelos, heridas, dolores, traumas, defensas, placeres, gozos, etc.., que los cuidados maternos son esenciales, que la sexualidad en términos freudianos o mejor el amor o el ví­nculo, en términos más modernos, orientan el trasfondo de nuestra personalidad, de nuestra manera de estar en el mundo. En la actualidad muchos terapeutas concordarí­an en visualizar heridas de amor (especialmente con nuestros padres) en el contorno de las enfermedades, crisis de vida y fracasos varios. Somos frágiles y necesitados y ésta es nuestra naturaleza. Y a la vez somos fuertes y, a menudo, las frustraciones, las heridas, los problemas nos ponen a prueba y estimulan nuestros desarrollos y tensan la cuerda que manifiesta nuestro coraje.

Por otro lado se muestra, una vez más, que cualquier conocimiento bueno engendra sus propias adulteraciones, que también las malas hierbas completan el jardí­n. Hemos desembocado en una perturbación cultural de largo alcance y es que, nunca como ahora, los padres habí­an resultado tan risibles y poco respetables (tal como evidencian con claridad las series televisivas por ejemplo) y terreno fértil para el desarrollo de ideas espurias como “nuestros padres son los culpables” o “son estúpidos e ignorantes” o “en lo que hicieron o en lo que no hicieron podemos explicar y fundamentar nuestro malestar”; inclusive en la literatura especializada se ha llegado a hablar de “madres esquizofrenogénica”, “familias psicotizantes” o “padres trastornados”. Claro que paralelamente se ha criticado este poner en la picota a los padres como inútil y destructivo. Y de hecho sabemos que en la práctica clí­nica los padres se cierran ante las atmósferas y expertos que los culpan y se muestran abiertos y dispuestos cuando se trata de aportar su colaboración en la búsqueda de soluciones.

Hace poco una buena amiga psicóloga le dio a leer a su padre, un señor mayor de 80 años con una mente aún lustrosa y suavemente sardónica, una entrevista en la que se reflexionaba sobre la familia, los padres, el intercambio con los hijos, etc. El comentario de este señor es bien ilustrativo: “Confieso que no entiendo bien lo que hablan estos señores pero debe querer decir que si a los hijos les va mal esto es culpa de los padres pero que si les va bien es mérito suyo”. Creo que no se puede reflejar de un modo mejor este pensamiento imperante. Pero serí­a un buen ejercicio preguntarnos si es un pensamiento verdadero o útil, si nos abre caminos o los cierra, si nos hace más fuertes o débiles, más esclavos o más libres.

Muchos han encontrada la coartada perfecta que además goza de predicamento en ciertos ambientes, quizá demasiado ruidosos y poco sabios, de la psicoterapia profesional: “Mis desgracias, insatisfacción, sinsabores de pareja o profesionales, etcétera, son causa y culpa de mis padres”. Y esta idea es vivida como si concediera derechos emocionales y existenciales: al resentimiento, a la acusación, al victimismo, a la indignación, a culparse o a culpar, a la pena, a sentirse acreedor, al juicio, al conformismo, y una larga gama de registros. Todos ellos son falsos poderes, posiciones existenciales que a menudo son pilares de una vida y que tomamos para conseguir ventajas pero sin que impliquen una posición de responsabilidad y aceptación de los hechos del vivir. Los falsos poderes se reconocen como estilos emocionales que mantienen infeliz a su propietario y también hacen sentirse manipulados, exigidos e infelices a sus receptores, mayormente personas queridas, y más bien tensan y alborotan que no relajan y construyen. Aún se halla extendida en nuestro corazón infantil la idea de que el sufrimiento y la infelicidad conceden derechos de algún tipo. Pero la verdad es que el único camino que nos mantiene sanos, fuertes e integrados y actúa de genuino pilar en el cual sostener la propia vida es la aceptación de lo que nos ha tocado vivir y esto también significa tomar y aceptar lo que viene de nuestros padres, familia y ancestros, incluso lo cruel y lo terrible, ya que es la única matriz de fuerza y dolor en donde podemos apoyarnos. Quién toma la realidad tal como viene y tal como es se siente bien y hace sentir bien a los demás porque sus comunicaciones no tienen exigencia ni manipulación, son expresivas, genuinas, autónomas y adecuadas al momento. Al mismo tiempo se afana para actuar en la vida y conseguir sus propósitos. Quién queda colgado de sus abusos y traumas ya no actúa en la vida y muchas veces encontramos como alguien “abusa de sus abusos” pretendiendo compensaciones y derechos que la siguen manteniendo infantil y se olvida de crecer. Parafraseando a Hellinger: “Sufrir es fácil, actuar y ser feliz exige más”.

Un ejemplo concreto que nos estremece: “un niño o niña que haya sufrido malos tratos fí­sicos o abusos sexuales”. Toda herida genera una congelación corporal, una interferencia en el flujo orgánico y vital espontáneo, cierra el alma y confunde al espí­ritu, nos lleva a defendernos del dolor, moviliza poderosas emociones que a menudo quedan enquistadas como la rabia o una gran pena, orienta actitudes en la vida, etc. Pero ¿Cuál es la puerta de salida? Imaginemos una persona que edifica su vida en el recuerdo de sus abusos (la mayorí­a de personas recuerdan con intensidad seis o siete escenas dolorosas de su vida a las que prestan mucha atención porque “allí­ y entonces” se sintieron en peligro, abandonados, amenazados o en desgracia, pero al precio de prestar menos atención a miles de escenas donde fueron cuidados, respetados, atendidos, queridos, sin las cuáles no habrí­an conseguido sobrevivir) y exhibe una posición victimista, indignada, masoquista, resentida, etc. ¿Qué gana? ¿A quién sirve? En cambio, imaginemos que esta persona puede mirar claramente sus abusos y malos tratos, y encontrar recursos para afrontar su congelación corporal y sus intensas emociones, percibir que ya pasó, tener el coraje para dejar la responsabilidad y las consecuencias (y a diferencia de la culpabilización ésta es un forma de respeto y dignificación de los padres al permitir con humildad que ellos lleven sus errores) de los daños con quiénes fueron los mayores y debí­an de haber cuidado de él o ella, volver a entregarse al dolor ya que el dolor es el sentimiento más peliagudo de vivir pero es el más curativo y dura poco si no lo mutamos en otras emociones que justamente lo mantienen obnubilado y oculto; habitualmente lo tapamos pero abriéndonos al dolor podemos abrirnos de nuevo al amor, al respeto y la honra a los padres con la plena aceptación de lo que paso, llegando por fin a la comprensión sentida de que los dañadores también se encuentran inmersos en tramas afectivas desdichadas y fatales. E aquí­ la compasión. La adhesión incondicional a la realidad y a los hechos del vivir es el camino derecho a la felicidad reza como enunciado común, implí­cito o explí­cito, en todas las tradiciones de sabidurí­a. Eckhart Tolle dice en su libro “El poder del ahora”: “Tener identidad de ví­ctima es creer que el pasado tiene más fuerza que el presente, que es lo opuesto a la verdad. Es creer que otras personas, y lo que te hicieron, son responsables de quién eres ahora, de tu dolor emocional y de tu incapacidad de ser tú mismo. La verdad es que el único poder existente está contenido en este momento donde tomas responsabilidad de tu espacio interno y el pasado no puede prevalecer ante el ahora”.

Es universal que todos los hijos en mayor o menor medida interrumpen el movimiento amoroso espontáneo y natural hacia sus padres y por ende, hacia sí­ mismo y hacia los demás. Es universal que todos hemos sido heridos, algunos con heridas terribles como la pérdida de los padres, o la falta de cuidados básicos, otros con heridas suaves y ligeras, como no ser reconocidos o respetados en momentos puntuales o no encontrar tanta disponibilidad de los padres como se hubiera deseado. También es la regla que cristalizamos un carácter para manejarnos y adaptarnos mejor, como nos enseña el Eneagrama, incluso con su correlato corporal y su coraza como demostró Reich. Pero también es universal que el amor se abre y se restaura cuando el dolor del que nos defendemos puede ser reconocido y reabierto también. Vemos que dolor y amor tienen un tronco común, son de la misma naturaleza y son reversibles como las caras de una misma moneda, por eso se dice a veces que el dolor cura, y la tolerancia a sentirlo y hacerle espacio cuando la situación lo requiere nos hace más desarrollados y, paradójicamente, más compasivos. A veces en las salas de los terapeutas toma una forma muy vivida y dramática, y cualquier adulto tiene la capacidad de encarar heridas que de niño no pudo. De manera que la vida es así­ y serí­a imprudente pensar que es la función de los padres privar a los hijos de cualquier herida. Esto serí­a un artificio que, de hecho, algunos padres agobiados por la culpa y el perfeccionismo pretenden. Forma parte del hecho de vivir que la vida nos hiera. Como dice la canción cantada por Joan Baez: “Llego con tres heridas: la del amor, la de la muerte, la de la vida”. Los padres transmiten la vida y cada hijo recibe la llama del vivir de manera intacta y plena. Así­ que una frase vigorosa, con sentido, podrí­a ser: “los padres nos dan la vida y nos exponen a ella, y será seguro que también nos herirán al igual que los hijos a ellos y que la vida también nos lastimará, y forma parte de los pecados del vivir interrumpir el flujo amoroso natural hacia los padres, aunque fuéramos heridos”. Ya que las personas sufrimos principalmente no tanto del hecho de que no nos quisieran lo suficiente sino del hecho de que somos nosotros que hemos dejado de querer, que nos protegemos a través de un personaje que tomamos por nuestra identidad. Por tanto el infierno y el pecado es nuestra falta de amor. El objetivo implí­cito de la terapias envuelto en la trama concreta de los problemas que tratan de resolver es restaurar el movimiento amoroso hacia los padres, ya que incluso en un sentido egoí­sta el amor a los padres es el camino hacia el amor a uno mismo, porque en el fondo el hijo se siente sus padres y rechazándolos se rechaza a sí­ mismo; a tal punto llega la lealtad de los hijos. Por eso es de primerí­sima importancia que el terapeuta en su atención al paciente sienta respeto y cariño no sólo hacia su mundo personal sino también hacia sus padres y hacia su familia en un sentido más amplio y también, obviamente, hacia sus propios padres. De esta manera trabaja respetando los profundos nexos del corazón de su paciente.

Escuchemos la voz de Claudio Naranjo a través de su nuevo libro “Cambiar la educación para cambiar el mundo”, un libro de renovada esperanza en que un mundo más amoroso y fraterno es posible. Dice por ejemplo: “Solamente a través del amor a sí­ mismo puede el individuo ser capaz de amar a los demás, y solamente a través de la restauración del ví­nculo amoroso original hacia los padres puede a su vez amarse a sí­ mismo; porque de otro modo el resentimiento hacia sus padres recaerá sobre sí­ mismo y sobre los demás”. Por otro lado es cristalino el mandamiento mosaico “honraras a tu padre y a tu madre” y no existen culturas en las que persista el arraigo y el sentido tribal en las cuáles los padres no sean profundamente respetados. Una tarea por tanto para todos: “reencontrar el amor a los padres y a través de ellos el amor a nosotros mismos y a la vida que hemos recibido hermosa e intacta” y aún otra: “honrar a los padres significa que fueran los que fueren los hechos y vivencias de nuestro mundo infantil debemos aprovechar la vida recibida y hacer con ella lo mejor”.

Es común encontrar personas notables, con talentos especiales y mucho desarrollo personal, que les tocó crecer en condiciones muy precarias, en familias con constantes muertes y pérdidas, con tramas y conductas violentas, adictivas o infantiles de los padres, expuestas a peligros, a guerras o a graves amenazas. Y esto también confirma que el desarrollo necesita obstáculos, que al hervor de la precariedad y el sufrimiento se puede alimentar el espí­ritu de una forma original. Si miramos la biografí­a de personas que hicieron grandes aportaciones a la humanidad difí­cilmente encontraremos infancias rosadas sino la exposición a las “heridas del amor, de la muerte, de la vida”. Buda por ejemplo perdió a su madre, que morí­a como consecuencia del parto, en el tercer dí­a de su vida. ¿Puede un hijo recibirlo todo, es decir, la vida, al precio de que otra persona, la madre, lo diera todo, o sea, su propia vida? ¿Puede existir un intercambio más desigual en lo humano? Pero todo hijo puede hacerse fuerte en la orfandad y tomar la vida en plenitud y en memoria del precio que pago la madre honrarla haciendo algo grande y útil con su propia vida como hizo Buda. O también concederse el estatuto de abandonado y la debilidad interior de culparse por la muerte de la madre y expiarlo con una vida pobre y mediocre con lo cual, en la realidad, al sacrificio de la madre le sigue otro sacrificio, el del hijo. ¿Aprovechamos lo que ocurre, incluso lo que parece trágico, como oportunidades de desarrollo o nos entregamos al lamento y al reproche atrincherándonos en nuestro penar? ¿Ponemos buena cara al mal tiempo o mala cara al buen tiempo? ¿De que dependerá una u otra actitud? Seguramente de haber interiorizado una postura de concordancia con la realidad en lugar de una de oposición y resistencia, de haber hecho este aprendizaje. Y esto cada vez es más difí­cil en un mundo donde, nunca como ahora, lo individual y personal habí­a sido tan importante, y donde la idea del Yo se hace tan grande que pretende controlar los vaivenes misteriosos del vivir, el morir, el enfermar, el amar, etcétera, en lugar de aliarse con la corriente, el flujo y la suerte que su increí­ble poder dispensa a cada uno, a veces, azarosamente. El mundo ha ganado arrogancia y ha perdido reverencia, han aumentado los pertrechos de ataque y defensa y ha disminuido el sentido de lo providencial y lo comunitario, y hoy cualquiera se siente legitimado para gritar ¡YO! al universo aunque éste no experimente ninguna obligación ni acepte una relación de tuteo.

Aunque la postura culpabilizadora hacia los padres se encuentra insertada en los pliegues de la cultura no creo que sea masiva en el pensamiento de los psicoterapeutas serios, sean de la orientación que sean. Efectivamente, el peor escenario posible se darí­a cuando al terapeuta no le basta con ser él mismo y ser diestro en su arte sino que alberga la pretensión interior de ser mejor que los padres del paciente, lo cual no creo que dependa de su teorí­a, sino de su desarrollo personal. Afortunadamente en la década de los 60 se desarrollaron un conjunto de métodos bajo el epí­grafe de Psicologí­a Humanista o Movimiento del Potencial Humano que, entre otras cosas, pretendí­an confrontar la presidencia de lo inconsciente sembrada por el psicoanálisis, y la de persona como mero artilugio comportamental sin vida interior, sujeto a refuerzos y castigos, como postulaba la psicologí­a conductual. Pretendí­an devolver al individuo la responsabilidad ante su existencia. Baste, como botón de muestra, un conocido ejercicio de comunicación que proponí­a Fritz Perls, creador de la Terapia Gestalt en el cual la persona realiza un “continuum de conciencia” sobre los sentimientos y experiencias que percibe momento a momento y añade la coletilla “… y esta es mi existencia” o “… y me hago responsable”. Por ejemplo: “me doy cuenta de que noto tensión en mi garganta…, que mi vida está vací­a…, que pienso que no le interesaba a mi madre…, etcétera… y me hago responsable de ello”. Significa llanamente que cada uno debe apropiarse y cargar con su experiencia en lugar de buscar subterfugios y culpables. Como decí­a Fritz Perls, y Jorge Bucay titula uno de sus libros “El camino de la auto dependencia”, debemos avanzar en nuestro propio sostén -nuestra auto dependencia- en lugar de volvernos dependientes de los demás, manipuladores y participantes de juegos psicológicos. La Terapia Gestalt enseña a frustrar y desincentivar estos juegos psicológicos, en los que siempre es posible cargar en otros las culpas de las propias desdichas y por el contrario anima a vivir en el presente, a la conciencia sentida de lo que nos toca vivir y a un ejercicio permanente de responsabilidad. Enseña a confiar en los procesos veraces y experienciales más que en aquellos derivados de la imagen ideológica sobre uno mismo. Procura cerrar aquellos asuntos del pasado que no fueron resueltos y nos impiden vivir con libertad en el presente, pero no se trata de un proceso intelectual de ¿porqués? y de cadenas de explicaciones, sino experiencial de ¿qués?, ¿cómos?, ¿dóndes?, ¿cuándos?, ¿con quiénes?, ¿para qués? (sentido finalista o teleológico) y la asunción progresiva de quiénes somos con todos nuestros registros, confiando de una manera privilegiada en los procesos corporales y en “las voces de los órganos y de las ví­sceras”. Fritz Perls puede ser considerado como maestro de veracidad y responsabilidad. Golpeaba ferozmente todos los intentos de los pacientes por permanecer pequeños e inmaculados, incitándoles a reconocer su contribución a la creación y mantenimiento de sus dificultades como pasaporte para movilizarse también en las soluciones y dejar de permanecer pasivos.

En consecuencia se anuncia que el problema no es tanto lo que ocurrió allí­ y entonces y las interpretaciones que hacemos con el pasado sino el carácter, falsa personalidad o estilo de vida que adoptamos aquí­ y ahora; que la salida, si somos honestos, se encuentra en el auto cuestionamiento, en la voluntad de salir de la prisión personal, de querer cambiarse a uno mismo en lugar de a los demás, en la comprensión enérgica de que nada impide que nos desarrollemos tal como deseamos excepto nosotros mismos. Me gusta enseñar a mis estudiantes que los pacientes desean cambiar sin cambiar, sin dar el brazo a torcer, sin arriesgar perspectivas o conductas nuevas… pero cambian cuando en el algún punto aceptan y arriesgan que lo bueno se muestra, a veces, al revés de lo que habí­an pensado. Por ejemplo es común que alguien piense que se sentirá mejor el dí­a que sea reconocido y considerado por sus padres… pero es más cierto que se sentirá mejor el dí­a que él mismo sea considerado con ellos.

El Eneagrama, enseñanza milenaria sobre la personalidad, enseña como desarrollamos un carácter, una manera estrecha de interpretar la realidad, para encarar el dolor de nuestra crianza, para adaptarnos mejor al entorno en que nos toca crecer, aunque signifique una caí­da espiritual ya que nos mantiene, a su vez, dormidos y desconectados del Ser, de nuestro yo esencial, cuya presencia se halla en abundancia esperando ser reconocida, aguardando el regreso a casa. Pero así­ como el carácter nos defiende también nos otorga talentos y predisposiciones creativas. Cada problema trae a su vez su propio regalo. También Reich concordó en ver al carácter como el problema principal y aporto la idea de coraza muscular refiriendo que en el cuerpo se encuentra insertado quiénes somos en forma de tensiones musculares, respiratorias, etc. Hoy en dí­a es básico en el proceso de revisión de los problemas el trabajo corporal y existen múltiples técnicas que lo abordan con el objetivo común de devolverle a cuerpo su vitalidad y su instintividad, comprendiendo que alejarse de los procesos naturales y organí­smicos es un negocio fatal ya que mantiene deshabitada y confusa la propia casa interior y cuando alguien golpea a la puerta quién suele contestar es el niño disconforme y agriado.

Metodologí­as actuales como la PNL y el Coaching insisten también en orientarse a lo recursos, que los poseemos en abundancia si los buscamos, y en orientarse al futuro ya que es el lugar donde viviremos el resto de nuestra vida. Trabajan con la mirada puesta en reestructurar lo que fue vivido como problemático entresacando profundos aprendizajes que pueden sembrar de belleza nuestro presente y nuestro futuro. Invita a adentrarse en la experiencia profunda de lo que vivimos, desmenuzarla y cambiar en la dirección más útil. También las aportaciones y abordajes estratégicos, generalmente de formato breve, no se interesan por el pasado ni por lo introspectivo, sino que se preguntan acerca de qué mantiene vivo un problema, qué le posibilita su persistencia. Esto implica un salto epistemológico, una nueva teorí­a sobre comunicación, que afirma que los problemas se mantienen insistiendo en los intentos de solución que no han funcionado, intentos controlados y mantenidos por el sujeto en la actualidad. Por ejemplo si alguien sufre un ataque de pánico intentará controlarlo en el futuro insistiendo en evitar ciertos lugares o buscando protección de ciertas personas, con lo cual lo alimentará en lugar de resolverlo, y la terapia le exigirá el cumplimiento de ciertas tareas que desbloquean el circuito del problema, pero sin que, habitualmente tenga que acudir a comprensiones de la infancia.

Es común que las personas busquemos explicaciones a lo que vivimos. Así­ lo reconocen viejos filósofos como Epí­cteto cuando afirma “lo que nos hace sufrir no son los hechos sino las opiniones con que los tratamos”, grandes literatos como Dostoyevski en “Memorias del subsuelo” reconociendo que necesitamos dotar de sentido el absurdo de tantas vivencias, y la moderna teorí­a de la ciencia cuando apunta que “no hay hechos sin la mediación de las teorí­as que los refieren”. Es general, por tanto, el anhelo de explicabilidad. Y el camino más a mano es preguntarnos porqué y casi siempre conseguimos encontrar respuestas y éstas tienen una función: nos calman, son chupetes, consuelos como decí­a Maturana. En el universo de lo psicológico hay una creencia extendida fruto de una concepción lineal del tiempo: la de que tener la comprensión de una causa procura una solución y mucha gente hace colas en las salas de los terapeutas para conseguir saber, creyendo que logrando entender su pasado mejorarán su presente y su futuro, y vemos muchas veces como tienen teorí­as y claras y certeras comprensiones sobre sus padres y su crianza, pero paradójicamente, a veces éstas actúan como cárceles y no como libertadores. En su mala versión aprovisionan de justificaciones de desdicha que no de impulsores de gracia. Creo que es cuestionable esta creencia de que apelando al pasado se construye el futuro. En ocasiones si y en otras no, depende. Es fatal cuando se trata de seguir buscando en los terapeutas argumentos en los que edificar nuestras desdichas. Con los años uno comprende que todas las personas somos capaces de generar las explicaciones, las teorí­as, los argumentos que necesitamos para cimentar nuestra infelicidad. Pero desemboco en algo bien simple y tautológico: “sólo se cambia cambiando y no hay otro modo” y “más vale un gramo de acción alternativa que mil kilos de buenas explicaciones”.

El anhelo más profundo de todo hijo es sentir el amor hacia sus padres y juntarlos en su corazón, honrarlos y tomar la vida recibida. Cuando un hijo logra hacerlo se siente fuerte, orientado a la vida y libre para seguir el soplo de su espí­ritu y sus inclinaciones personales. Con este propósito a menudo proponemos este ejercicio, a veces en distintas fases, que nos permite localizar las heridas y entregarnos conscientemente al dolor como tránsito alquí­mico hacia el amor. Es un ejercicio que requiere coraje y no es apto para los que esperan calmantes o sucedáneos. Puedes realizarlo aunque lo significativo no se encuentra en la mecánica si no en la evocación que te sugiera.

“Puedes imaginar a los padres de tu infancia enfrente de ti a unos dos metros de distancia y uno al lado del otro, y puedes verte a ti mismo como el niño/a que fuiste con 7 u 8 años de edad. Puedes sentir tu cuerpo, respirar, atender el ir y venir de tus sensaciones… y te tomas un tiempo para explorar cómo serí­a ir hacia ellos y abrazarlos tiernamente (no ser abrazado) a ambos al mismo tiempo y juntarlos en tu corazón. Puedes observar si aparece alguna resistencia en tu cuerpo, alguna tensión, algún obstáculo, alguna emoción…. Es muy común, si se hace con atención, que el cuerpo herido se manifieste en forma de resistencias y sentimientos contenidos. También ocurre a veces que te resulte fácil con uno de los padres y difí­cil con otro, que estés tomando partido…. Observa esta resistencia o resistencias y percibe exactamente las sensaciones de tu cuerpo que las conforman y toma nota de ellas. A pesar de la sensación de resistencia igualmente puedes seguir adelante hasta que logres el abrazo o hasta donde te sea posible, sin forzar nada, sin ningún artificio. Lo importante es la toma de conciencia de lo que vas experimentando.
A continuación puedes tomar la “experiencia corporal de resistencia” y utilizarla como guí­a para que te muestre, para viajar en el tiempo y re visitar aquellas viejas escenas difí­ciles de tu vida en las que estuvo presente y revivirlas con todos los pormenores, con todo el detalle del recuerdo, y con la atención puesta, sea lo que fuere el contenido del recuerdo, en sentir el dolor sin tratar de defenderte con otras emociones como el enojo, la culpa, la vergí¼enza, la queja, etc. Con la atención puesta en asentir a lo que ocurrió y abrirte al dolor. Y poco a poco trata de tomar la energí­a del dolor para transmutarla conscientemente y fabricar amor con el dolor. Cuando termines, sean las que sean las escenas que hayas recordado, escrí­belas una por una dejando espacio en blanco para anotaciones a tu derecha y a continuación piensa y anota toda aquella información que tu mirada parcial de niño no habí­a prestado atención pero que tu mirada actual de adulto si puede y, potencialmente, podrí­a hacer la escena más llevadera o al servicio de tu desarrollo. No se trata de inventar nada, sólo de reconocer que tomamos una información parcial de lo que vivimos y que ahora podemos completarla. Por ejemplo aquel niño no conocí­a el futuro, que todo saldrí­a bien, quizá tampoco sabí­a que sus padres no querí­an que sufriese, incluso que ni siquiera se dieron cuenta de lo que estaba pasando, o que los padres acababan de tener un aborto y estaban muy tristes, o que el abuelo seguí­a conectado emocionalmente con las ví­ctimas de guerra en la que él consiguió sobrevivir, o que tu madre perdió a su madre cuando era muy pequeña, etc. Seguramente comprenderás que mucho de lo que ocurrió no era “contigo” sino formando parte de una trama mayor. Entonces, tal vez, podrás notar compasión, fuerza y comprensión acerca de cómo lo difí­cil puede actuar en forma de bienes para tu vida actual y renunciar a la debilidad de tus emociones y guiones de vida centrados en recuerdos del pasado. Puedes pensar que herramientas y útiles te ha dado cada una de las escenas y anotarlo también en la derecha. Por último puedes volver a imaginar a tus padres y ahora te das la vuelta apoyándote ligeramente en ellos con tu espalda, y ellos a su vez se apoyan en sus propios padres, tus abuelos, y así­ sucesivamente por varias generaciones. Lograrás sentir el peso y la fuerza de tus ancestros, un enorme triángulo detrás de ti y con esta fuerza la vida y tu mirada puede ganar peso, luz y alegrí­a.

Este ejercicio es una combinatoria de distintos métodos: PNL, Gestalt, Enfoques Corporales y Constelaciones Familiares.

Del libro “Enseñanzas sobre el amor” de Thich Nhat Hanh, entresacamos una meditación recitada dentro de un conjunto que se llama “tocar la tierra” y se dice que “durante la práctica entregamos nuestro orgullo, nuestras nociones, nuestros resentimientos e incluso nuestros deseos, y entramos en el mundo de –las cosas tal como son-“. Me parece que expresa en forma luminosa la sabidurí­a, el Orden del Amor y el respeto a la vida, que nos orienta en nuestro trabajo de Constelaciones Familiares:

“En agradecimiento, me inclino ante todas las generaciones de mis antepasados de mi familia. Veo a mi madre y a mi padre, cuya sangre, carne y vitalidad corren por mis propias venas y alimentan cada célula de mi cuerpo. A través de ellos veo a mis cuatro abuelos. Sus expectativas, experiencias y sabidurí­a me han sido transmitidas a través de innumerables generaciones de antepasados. Llevo en mí­ la vida, sangre, experiencia, felicidad y dolor de todas las generaciones. Intento transformar el sufrimiento. Abro mi corazón, carne y huesos para recibir la energí­a de la visión interior, del amor y de la experiencia transmitidos por mis antepasados. Veo que el origen de mis raí­ces procede de mi padre, mi madre, mis abuelos, mis abuelas y de todos mis antepasados. Sé que sólo soy la continuación de este linaje ancestral. Por favor, apóyame, protégeme y transmí­teme tu energí­a. Sé que dondequiera que los hijos y nietos estén, los antepasados también están allá. Sé que los padres aman siempre y apoyan a sus hijos y a sus nietos aunque no siempre sean capaces de expresarlo eficazmente por culpa de las dificultades que han tenido. Veo que mis antepasados han intentado construir un modo de vivir basado en la gratitud, la alegrí­a, la confianza, el respeto y el amor compasivo. Como continuación de mis antepasados, me postro profundamente y permito que sus energí­as fluyan a través de mí­. Pido a mis antepasados que me apoyen, me protejan y me den fuerza”.

Para terminar me gustarí­a citar a Neruda en el inicio de su libro autobiográfico: “… para nacer he nacido, para encerrar el paso de cuanto se aproxima, de cuanto a mi pecho golpea como un nuevo corazón tembloroso”. La felicidad es la entrega al momento. El sentido de la vida es vivirla. Por lo demás, la felicidad se hace más posible y cercana, así­ se desprende de las enseñanzas de las Constelaciones Familiares, cuando nuestro corazón se serena y cuando todos los que forman parte de nuestra red de afectos, ví­nculos sistémicos y Alma familiar pueden ser reconocidos, respetados y tener un buen lugar. Canta mejor el pájaro, sin duda, en su árbol genealógico, como atestigua Jodorowski. Ojalá podamos permitirnos el bienestar aunque aquellos a quiénes amamos profundamente, nuestros padres u otros anteriores, no tuvieran dicha ni bienaventuranza.

A modo de introducción. El burro de Milton.

Milton Erickson ha sido considerado un maestro en el arte del cambio, por sus métodos sorpresivos, indirectos, paradójicos, por el uso que hací­a de las metáforas y narraciones como vehí­culo de influencia y persuasión que desbordaba los parámetros lógicos y racionales, y por la sutileza y maestrí­a con que manejaba las posiciones de comunicación y se adentraba en el modelo de mundo del paciente. Parecí­a conocer los entresijos y modulaciones del inconsciente, de tal modo que se deslizaba en él como un navegante certero sembrando y despertando los recursos que las personas necesitaban para conseguir sus objetivos.

Contaba una sencilla historia que en el mundo de la psicoterapia se convertirí­a en la metáfora por excelencia para explicar los abordajes paradójicos. Es la siguiente: “Cuando era joven su familia viví­a en una granja, y cierto dí­a se encontró a su padre ante la puerta del establo, empujando con toda su fuerza al burro por las bridas para que entrara en el establo. El burro, terco como tal, permanecí­a impasible como un resistente pasivo en empecinada oposición.

Erickson solicitó permiso a su padre para intentarlo con sus propios métodos. Se acercó al burro por atrás y tiró fuertemente de su cola, ante lo cual el burro manteniendo su oposición simplemente entró en el establo, cumpliéndose así­ la tarea”. Esta historia contiene la semilla de ciertas sugerencias útiles en psicoterapia.

â–¸ En primer lugar, el hijo simboliza lo nuevo, nueva savia, creatividad y perspectivas originales. Introduce una forma de pensar y operar en la situación que desborda los parámetros de la lógica lineal y del sentido común, sustentado en la idea elemental de que una fuerza aplicada debidamente vence una fuerza contraria. El padre, por el contrario, simboliza lo viejo y caduco, el pensamiento cristalizado y la operatoria rutinaria. Aunque conseguir mejores resultados que los padres pueda generar dosis de culpa, los viejos problemas son contemplados por Erickson con perspectivas nuevas. Del mismo modo, los pacientes avanzan al tomar nuevos encuadres y puntos de vista de su realidad. Empujar por la cola supone una atrevida acrobacia lógica que resulta eficaz; por esto, y aunque los viejos paradigmas se aferren a su estabilidad aún con la evidencia de sus limitaciones, generar nuevos modelos es un reto que debemos asumir en la medida que posibilitan opciones más eficaces.

â–¸ La historia expresa, de manera muy comprensiva, la rentabilidad de no enfrentarse a la resistencia creando un circuito de fuerzas polarizadas sino más bien aliarse con la misma, incrementándola incluso, en lugar de plantear un “tour de force” en el que el terapeuta deba proclamarse vencedor. Cualquier terapeuta sabe que el paciente quiere cambiar por lo menos tanto como quiere conservar su statu quo, la problemática y el sufrimiento. Si el terapeuta empuja con demasiado ahí­nco en la dirección del cambio, le corresponderá al paciente el esfuerzo de retener su problemática. Entonces, ¿no es absurdo una situación terapéutica en la que el terapeuta quiere que el paciente cambie mientras éste se aplica en no hacerlo y conservar su situación?.

En términos gestálticos las resistencias son asistencias, o sea, recursos y opciones de la persona que también deben ser integrados.

â–¸ Se muestra el poder del pensamiento paradójico y la eficacia de las intervenciones terapéuticas centradas en recetar los sí­ntomas como medida de su resolución. Desalentando los cambios, señalando la pertinencia de mantener los sí­ntomas, prescribiéndolos cuando el paciente pretende eliminarlos, se articula un desequilibrio en el planteamiento opositor o de control del paciente, así­ como en la función y beneficios obtenidos por los mismos.

â–¸ Por último, bien podrí­amos hacer una pregunta nada estúpida. Es evidente que padre e hijo han mostrado sus recursos, pero ¿qué pasarí­a si ahora llegara el nieto y pidiera su turno para encarar al burro frente al establo?. Imaginemos que toma la siguiente opción: se sienta a meditar y desarrolla un profundo respeto por el destino del burro y una amorosa y profunda indiferencia por aquello que el burro haga, confiando en que un burro libre de “enganches interpersonales” con su amo simplemente hará lo mejor para sí­ y seguirá el curso de su propia naturaleza sabia “de burro”, lo cual le llevara directamente al forraje del establo. Se conforma así­ una posición libre de intenciones, expresando algo así­ como “no estoy aquí­ para empujar por delante, tampoco por detrás, ni siquiera estoy aquí­ para empujar, solamente estoy aquí­”.

¿Quién de los cuatro, padre, hijo, nieto o burro es gestaltista? ¿quizá todos? ¿quizá ninguno?.

Objetivos de este escrito. El grano y la paja.

He presentado la metáfora del burro frente al establo a modo de sentido organizador para ilustrar algunas maneras diferentes de entender la relación terapéutica. A continuación me centraré en las ideas de “esquema interpersonal”1 y “escenario interpersonal”. Perfilaré algunas de las herramientas disponibles del terapeuta para abrirse camino en los avatares de la relación terapeutica. Tomaré posición de simpatí­a por el cambio de segundo orden (aquel que trastoca el escenario interpersonal habitual del paciente y, con suerte, también del terapeuta a través del impasse, implosión y explosión según la conceptualización de Perls ). Proseguiré interrogándome sobre el viejo tema de “si y cómo cura la relación” para desembocar en una breve reflexión sobre el tema de la transparencia.

Engarces interpersonales. La horma de nuestro zapato.

Llevamos impreso en nuestro cuerpo una definición de quiénes somos, y a partir de ella, a modo de libretos, activamos ciertos esquemas o engarces interpersonales, ciertas propuestas de relación que incluyen la definición, lugar y función del Yo y del Tú o el Otro, configurándose así­ un escenario interpersonal favorito en el que nos sentimos cómodos porque resulta familiar.

Dicho escenario tratamos de recrearlo una y otra vez, aunque desemboque a menudo en sufrimiento o frustración.

Estos esquemas o engarces se activan inmediatamente cuando entramos en relación, definen nuestras relaciones y son contextuales, es decir, en ciertos contextos y con ciertas personas se activan de una manera especí­fica. En algunos contextos uno se pone de superior y fuerte y en otros de inferior y débil por ejemplo, aunque en distintos momentos con las mismas personas también pueden cambiar las posiciones. Todo esto ocurre más allá de lo verbal e incluso más allá de la voluntad e intenciones de las personas.

Ahora estamos con el paciente y nos ponemos frente a lo que dice y cómo lo dice, es decir, el contenido y la forma, el discurso y la relación, y nos sensibilizamos a su particular forma de presentarse a cada momento. Entonces desde la perspectiva de los esquemas interpersonales y de la relación, el terapeuta se pregunta ¿para qué se pone así­ ante mí­?, ¿en qué lugar me siento yo empujado a ponerme?, ¿a qué me invita la propuesta de relación del paciente?, ¿qué esquema de relación está activando para involucrarme en él?, ¿qué lugar quiere que ocupe y como quiere que responda? El terapeuta también se preguntará ¿porqué o para qué hace esto?, ¿cómo, donde, aprendió a ponerse así­ en la relación?, ¿cuáles fueron las relaciones primeras, dónde están los modelos?. El terapeuta se hace las preguntas que corresponden a sus suposiciones sobre qué es relevante en terapia, en la relación terapéutica y en el funcionamiento de las personas.

Vemos entonces como un paciente que se presenta como dependiente o infantil trata de activar en el terapeuta una posición complementaria de maternaje y cuidados; otro que se muestra narcisista y autoencantado buscará la activación de respuestas aduladoras o seducidas o masoquistas, satisfecho de un tú que ocupa tan poco espacio, tan inexistente. Aquel que se pone como extraviado demanda guí­a y un posicionamiento de seguridad y autoridad por parte del terapeuta. El perfeccionista, escondiendo su propia desesperación y pequeñez, demanda el ardid imposible de que un pequeño, desgarbado y falible terapeuta tome en sus brazos a un coloso de piedra. Otro, a base de proclamas autoinmolantes, pretende convencer al terapeuta de cuán lógico serí­a que lo escupiese, rechazase, que fuera un sádico y legí­timo abusador. El controlador reta la capacidad confrontativa del terapeuta como diciendo “si verdaderamente fueras fuerte y poderoso conseguirí­as romperme”. O el clásico burro frente al establo: el paciente pasivo que agrede resistiendo mientras proclama con inocencia “no dejes de empujar”, en tanto el terapeuta se empeña con las mejores intenciones. Y así­, un largo etcétera, pues las combinaciones son infinitas. Por otro lado esto es sólo una cara de la moneda ya que si le damos la vuelta encontramos fácilmente más de lo mismo en versión aparentemente distinta: el que busca maternaje también trata de confirmar su orfandad y el rechazo del terapeuta; al que buscaba adulación no le desconcierta descubrir la exasperación del otro y su confrontación; el extraviado podrá despreciar los caminos que le ofrece el experto terapeuta hasta insegurizarle y extraviarle también; el que busca desprecio también fantasea con encontrar la valoración y el reconocimiento absoluto. Por último, el burro frente al establo degusta tanto la omnipotencia como la impotencia del terapeuta: ambos son de la misma clase de pasto fresco en la cerca de su neurosis.

Conciencia e ignorancia. Experto en hormas y zapatos.

Para el terapeuta, una tarea principal consiste en ser consciente del “esquema interpersonal”, “propuesta de relación” o “asunto transferencial” que el paciente activa en la terapia porque le resulta un escenario conocido, cómodo y seguro, que corresponde a los aprendizajes y esquemas de vinculación que fueron importantes en la historia del paciente, permitiéndole defenderse, manejar el entorno, sobrevivir y hacer llevadero el dolor.

El terapeuta también debe ser consciente ( trabajo que se va perfilando y profundizando más y más en la supervisión) de su propio “esquema interpersonal”, “propuesta de relación” o “asunto contratransferencial” favorito porque en él se encuentra cómodo y le refleja los propios aprendizajes, pautas, defensas y cristalizaciones de su historia personal. Cuando el terapeuta activa de modo reiterado e inconsciente su propio esquema predilecto, se vuelve ví­ctima del mismo, pierde indiferencia y perspectiva e involucra al paciente en una propuesta de relación cristalizada, incuestionable e inflexible.

Un ejemplo: hace un tiempo entrevisté a un hombre que vení­a de una larga y fracasada terapia de 17 años. Al preguntarle sobre qué hubiera esperado conseguir y qué habrí­a tenido que pasar para considerar exitosa la terapia, me confesó que su único objetivo era llegar a tener una pareja y que cada vez que con la terapeuta se daban cuenta de que esto no estaba ocurriendo, decidí­an alargar la terapia para darse más tiempo en pro del mismo objetivo. Sólo después de 17 años lograron asumir su fracaso y aventurarse a una desesperanzada y dolorosa separación. A medida que me iba contando su historia se me hací­a más claro el absurdo perfil que a veces toman las cosas, y cuán imposible era el objetivo que se habí­an planteado en la terapia. En verdad, este hombre sí­ habí­a conseguido su objetivo, a saber, tener una pareja, ya que resultaba evidente que estaba emparejado con la terapeuta. Lo extraño era que desde ahí­ pretendiera una pareja para su vida. Me resulta inconcebible pensar que esto ocurriera sin que en algún lugar la terapeuta también se sintiera pareja del paciente. Mientras supongo que trataban de abordar los problemas referidos a tener o no pareja, en otro nivel mantení­an incuestionable un libreto interpersonal que rezarí­a más o menos así­ “tú me tienes a mí­ mientras yo te tengo a ti, ambos nos tenemos, y ambos nos esforzamos para simular que trabajamos para un objetivo que sabemos imposible”. Cuando un joven camina hacia la independencia y la autonomí­a, el mal menor ocurre cuando le duele o le hace sentir culpa o le confronta con una auto desidealización. El mal mayor se da cuando la madre extiende sus silenciosos y penetrantes tentáculos para seguir poseyéndolo.

Así­ es también en la terapia: toda terapia topa con el lí­mite en que confluyen los intereses inconscientes y por tanto no cuestionados del terapeuta y del paciente. El terapeuta deposita en el paciente ciertas funciones que éste debe cumplir porque se acomodan al escenario interpersonal favorito del terapeuta, y si el terapeuta es totalmente ciego y compulsivo en este aspecto, el paciente sólo podrá liberarse del esquema interpersonal del terapeuta dejando la terapia, pero no dentro de la misma.

La relación terapéutica corre el riesgo de estereotiparse y perder creatividad, frescura y sentido de la sorpresa. A decir verdad, como la mayorí­a de las relaciones, a medida que avanza tiende a ser predecible y pierde lugar lo inesperado, lo cual nos ofrece comodidad y seguridad, pero cuando en la relación terapéutica se fija un cierto estereotipo o escenario interpersonal ya no se logran avances determinantes. Pensemos por ejemplo en el terapeuta que necesita mantener, sí­ o sí­, o sea compulsivamente, una posición de “madre comprensiva” lo cual invitará a sus pacientes a convertirse en “niños quejosos”; un terapeuta en posición de “gurú sabio” desencadenará en sus pacientes el complementario de “seguidores estúpidos y dependientes” o el simétrico de “aprendices de gurú sabio”. Otro en posición de “omnipotente” fomentará la impotencia del paciente, el que se pone de “desnutrido y carente” desarrolla la posición “grande y parentalizada” del paciente, etc.

En general toda la gama de posiciones, si son fijas, estabilizan y cristalizan un statu quo relacional que no admite posibilidades nuevas. Es frecuente en supervisión que el terapeuta comprenda que sus atascos y lí­os en la terapia corresponden a sus propias “pautas y urgencias de vinculación”, y que éstas hacen desembocar la terapia hací­a el impasse, la pesadez, el fracaso o, con suerte, en el reconocimiento de sus lí­mites. En el caso que el terapeuta esté más o menos libre de sus “esquemas interpersonales compulsivos”, o con suficiente comprensión para manejarlos, está en disposición de percibir y atender mejor el esquema interpersonal del paciente con flexibilidad y opciones suficientes. A ello ayuda recordar que el terapeuta está de paso, y que es bueno que no se sienta alguien demasiado importante para el paciente. Por esto pienso que a los terapeutas nos conviene hacernos a menudo la siguiente pregunta: ¿qué suposiciones puedo o no cuestionar acerca de quién soy Yo para el Otro, o acerca de quién es el Otro para mí­?.

Las opciones del terapeuta en la relación. Más de lo mismo no basta.

Retomando la historia del burro frente al establo, se pueden determinar para el terapeuta por lo menos las tres opciones ya descritas y alguna más:

â–¸Activación o respuesta complementaria a la invitación del paciente. O sea, empujar hacia delante. Tomemos al paciente “resistente pasivo” o “pasivo agresivo”. El paciente se planta ante el terapeuta y su libreto no explicitado dice “no me moverán”, lo cual quiere decir “yo no me moveré y tú tratarás de moverme”. En su historia fue reiteradamente vencido y obligado, una y otra vez se rompió su voluntad, quedándole la única victoria posible de su pasiva oposición y frí­a resignación. En su escenario hay un obligador invencible y un dócil absolutamente rebelde y resentido. El terapeuta se siente invitado a empujar, a aplicarse con todas sus fuerzas, estrellándose contra la graní­tica oposición envasada en una sonriente colaboración, hasta terminar exhausto, cabreado e impotente. En este momento el paciente esboza una sonrisa victoriosa. Ha jugado su juego favorito y se siente a gusto porque confirma su esquema interpersonal. En verdad ambos pierden, ví­ctimas de un drama inútil y sin ningún cambio. El terapeuta ha activado una posición complementaria y aceptado el papel de personaje comparsa en el drama del paciente.

â–¸Activación o respuesta simétrica a la invitación del paciente. O sea empujar hací­a atrás.  Ahora el terapeuta trata la resistencia como asistencia y no desea vencer. No se pone a empujar ni toma un perfil activo. Le da todo el espacio a la resistencia y ésta una vez delatada y amplificada ya no puede resistir, ya no puede seguir ejerciendo su función. Ahora, cuando el paciente invita a “tú tienes que moverme” el terapeuta se queda pasivo, en posición simétrica, casi robándole el rol al paciente, y manda el siguiente mensaje (no necesariamente verbal): “no te aconsejo moverte” o “efectivamente no te muevas” o “respeto tanto tu talento para oponerte y para la pasividad”. Paradójicamente, si el terapeuta incentiva la oposición del paciente, éste sólo podrá oponerse moviéndose y dejando de resistir. Para seguir oponiéndose dejara de oponerse. Desde luego, ahora el terapeuta compite por la pasividad e inmovilidad, no asume la invitación de empujador, con lo cual el paciente con suerte se movilizará, o bien asumirá él el papel de exasperado y cabreado, exigiéndole al terapeuta que haga algo. Es el escenario al revés: el paciente empujando al terapeuta que se resiste a hacer nada. Ahora el terapeuta no asume la posición propuesta por el paciente y más bien se iguala a él, lo cual sacude al paciente en su posición preferida aunque no cambia el esquema. Cambian las posiciones dentro del esquema y quizás el paciente logre más conciencia de sus preferencias interpersonales y de sus lí­mites.

â–¸ Pura indiferencia amorosa. Esta tercera opción es la más difí­cil pero también la más curativa y la que facilita más cambios porque es la más frustrante y la que más desequilibra el sistema y los patrones del paciente. Es la actitud de la indiferencia y el desapego del terapeuta, algo así­ como: “yo no estoy aquí­ ni para empujar ni no empujar, este no es mi juego, ¿ahora qué?. Yo no estoy aquí­ para hacerte de padre ni de hijo, no estoy aquí­ para jugar este juego, ¿ahora qué?”. No se trata de empujar al burro ni por delante ni por detrás pues al fin y al cabo qué le importa al terapeuta donde vaya el burro o lo que decida hacer. El terapeuta respeta el destino del burro ,sea el que sea. ¿Qué le importa al terapeuta el burro del paciente?. El burro como fijación, como diseño estereotipado acerca de la realidad y las relaciones. Si el terapeuta permanece centrado e indiferente, desinteresado de jugar al burro del paciente, quizá éste se interese más en bajarse del burro, dar el brazo a torcer y activar otros esquemas interpersonales centrados en la actualidad y realidad de la relación. Aquí­ si que habrí­a un cambio profundo o un cambio de otro nivel: se resquebraja el escenario interpersonal del paciente y el terapeuta no juega. Esto genera suficiente vací­o y suficiente confianza como para activar las fuerzas de la salud y transitar el impasse y asumir los riesgos. En términos de la conceptualización gestáltica, la pura indiferencia frustra los clichés y juegos favoritos: ahí­ llega el impasse, la desestructuración, incomodidad y temor, que genera la energí­a para incursionar en el vací­o y el dolor y transitar hací­a la explosión de lo nuevo y bien anclado en lo organí­smico. Ahora ya no se trata de pequeños cambios en el decorado del escenario, sino un cambio de escenario, un cambio más fuerte y profundo.

â–¸Ahora dirijo yo. Milton Erickson contaba la historia de un ladrón que en la calle asalta a su ví­ctima y le dice – Déme todo el dinero. Lo que cabe esperar es que la ví­ctima saque su cartera y entregue el dinero. Pero, qué ocurre si tiene respuestas desacostumbradas o sorprendentes del tipo – ¿qué hora es exactamente?, o – Hace dos años enterramos a la abuela, o – ¿qué signo del zodiaco es, sabe, soy astrólogo?, etc…

En lugar de responder a la propuesta del atacante aquí­ la ví­ctima se arriesga y toma la dirección; sorprendentemente trata de definir otro contexto y otras reglas que no encajan con lo esperado. Esta anécdota sirve al propósito de comprender la importancia de que el terapeuta impida que el paciente juegue siempre con sus reglas y proponga saltos creativos y extraños que lleven al paciente a experiencias desacostumbradas, fuera del territorio y escenarios que articulan su modelo del mundo. Se introduce sorpresa y ruptura de esquemas y de expectativas. Si en los parámetros y la lógica que maneja el paciente no encuentra la salida no suele ser muy rentable entrar a participar en dicha lógica.

Mencionemos como un ejemplo a Giorgio Nardone 2 que, en el contexto de la terapia estratégica, ha creado protocolos especí­ficos que cumplen la función de desactivar las soluciones que el paciente intenta para resolver sus problemas y que acaban por mantenerlo.

En el caso de los pacientes obsesivos, por ejemplo, les señala cómo buscan respuestas inteligentes a preguntas tontas, con la esperanza de mitigar su angustia. Lo cual, mirado de cerca, resulta una magní­fica intervención que denuncia que las preguntas son tontas y, al mismo tiempo, sugiere al paciente obsesivo que, tal vez no le convenga buscar respuestas verdaderas e inteligentes. Por tanto no se trata de colaborar con el paciente buscando respuestas aún más inteligentes que tranquilicen su arista ansiosa, sino que el terapeuta reducirá al absurdo los parámetros del paciente optando por otra clase de absurdos más interesantes: en este caso descubrir la notoria estupidez de las preguntas. Concluyendo, resulta muy sensato que el cociente de creatividad y flexibilidad sea superior en el terapeuta.

Persistencia vs. cambio. Cambiar cambiando y cambiar manteniendo la estabilidad.

Al hilo de lo que vengo desarrollando podemos sintetizar la tarea y la influencia posible del terapeuta en cuatro aspectos:

â–¸ El camino de la conciencia o “a eso juegas”. El terapeuta trata de que el paciente comprenda sus modos y patrones de vincularse y relacionarse. A partir de sus comprensiones de la relación señala al paciente “A esto juegas, de esta manera lo haces”. Lo hace a veces facilitando que el mismo paciente se de cuenta de sus pautas, con el soporte de lo que va ocurriendo en la propia relación terapéutica. El paciente comprende cómo lo hace, incluso cómo aprendió a hacerlo de este modo, y qué beneficios saca con ello. Se confí­a que la comprensión y conciencia actuará de elemento reorientador. El terapeuta trabaja para que el burro tome conciencia de cómo se resiste.

â–¸ El camino de la asistencia y la reparación o “intercambiando jugadores y posiciones”. Según mi observación, la mayorí­a de los pacientes buscan la mejorí­a a través de obtener una compensación y no a través de la renuncia. En algunos talleres grupales he planteado el siguiente trabajo: – “Tomando representantes para cada persona de tu familia construye una escena que a modo de sí­mbolo consiga hacernos entender tu problemática de fondo y dale una frase a cada miembro que explique su posición y vivencia en la familia”. Luego pregunto – “¿cómo arreglarí­as esto?”, e invariablemente las personas pretenden arreglarlo compensándose, es decir, si la madre no les quiso ahora les ha de querer, si el padre era débil ahora tiene que ser fuerte, si la madre era invasiva ahora será respetuosa, etc. Y les entiendo, a todos nos gustarí­a que las cosas fueran exactamente como corresponden a nuestros deseos.

También sé del poder de las vivencias y las escenas reparadoras o restauradoras: poner amor donde hubo distancia, ternura donde hubo violencia, el abrazo donde el amor fue cortado, etc.

Esto genera nuevas experiencias en el corazón y cierra gestalts pendientes. Ahora bien, voy a sostener que la compensación y la reparación es dulce, pero no es la curación. Me parece más curativo cuando la persona integra y respeta su historia y “renuncia” a la idea de que las cosas tendrí­an que haber sido de otra manera, y por tanto a buscar compensaciones conforme dicta su escenario interpersonal. Cuando el paciente consigue del terapeuta una respuesta complementaria, por ejemplo cuando el paciente en posición infantil consigue maternaje del terapeuta, se trata de una compensación dulce. Si no la consigue y encuentra una respuesta más simétrica o de rechazo se trata de una frustración, pero también dulce porque sigue remitiendo al mismo escenario que el paciente tiene interiorizado. Si un paciente activa en el terapeuta una posición de rechazo, tanto si éste lo rechaza como si lo acepta, se está jugando en el escenario dramático del paciente. La curación serí­a más bien renunciar a dicho escenario, tomarle distancia y desarrollar otras pautas de vinculación.

El terapeuta empuja al burro por delante o por detrás, recreando su escenario preferido con la esperanza de que haya movimiento y cambio. En este caso se tratarí­a del cambio de primer orden, se producen cambios y alternancias en el sistema, la homeostásis positiva o negativa produce equilibrios o desequilibrios, y esto está bien y puede ser jugado durante un tiempo, sin embargo mantiene el sistema invariable. En el terreno de juego se intercambian jugadores y posiciones, y a menudo esto es vivido como un cambio dulce y agradable, por lo menos durante un cierto tiempo.

â–¸El camino de la creatividad o “vamos a jugar en otro campo”. Si a ti te interesan los reptiles, a mí­ los mamí­feros. Si los problemas del paciente se centran en el deporte de ping pong, por ejemplo, el terapeuta evita dicho deporte y le enseña al paciente los entresijos del golf, o del patinaje, etc.

Esta influencia es muy frustrante porque se centra en generar posibilidades y evita las dulces compensaciones o frustraciones que el paciente desea.

â–¸El camino de la indiferencia y creativa o “yo no juego”. La dinámica de los opuestos y de las posiciones queda estrecha frente a la profundidad de la indiferencia, que viene a decir algo así­ como “y qué importa” o “yo no juego. Me basta con mirar el alma en tus ojos”. Esta es una influencia verdaderamente frustrante, no una simple frustración dulce. El terapeuta asiente a las cosas tal como son. Este es otro nivel que siembra la base para que el paciente recolecte un cambio por “renuncia”, “dando el brazo a torcer”, un cambio de segundo orden, profundo.

Quedan en entredicho, relativizados, los viejos escenarios y cambia el sistema. Ahora el terapeuta no empuja nada ni toma parte.

Entonces, ¿cura la relación? La relación terapéutica cura en tanto matriz de conciencia, creatividad, nuevas experiencias y aprendizajes, y encuentro humano y libertad, y enferma en tanto faltan estos ingredientes.

Sirve cuando abre posibilidades y es inútil si sólo recrea los viejos escenarios interpersonales del paciente, en versiones sólo en apariencia distintas.

En mi opinión, uno de los principales recursos para el terapeuta es conocer, “darse cuenta” de sus principales exigencias y preferencias interpersonales, y sentirse tan “paciente” e involucrado en su propio conocimiento y cuestionamiento como lo espera del paciente.

De este modo el terapeuta no sólo camina por el espacio terapéutico sino que también lo sobrevuela, así­ tiene una perspectiva más abarcativa; no sólo ve el próximo paso sino la naturaleza de la danza y el retrato que conforma la relación con el paciente y está en condiciones de iluminarlo y manejarlo mejor.

Si su sensibilidad y percatación es la herramienta base para los dramas y las comedias de lo humano, el desarrollo de una madura y amorosa indiferencia le provee de una sabidurí­a y sensibilidad mayor. Esto le hace más libre.

La transparencia del terapeuta como sustituto al manejo de la contratransferencia es sólo un ingrediente más de una actitud crecida en la “indiferencia amorosa”, que sirve al encuentro dialógico si se sostiene en ella. Con un poco de retardo respecto al anterior número, que versaba sobre transferencia y transparencia, que sirvió de estí­mulo para ordenar mis ideas aunque todaví­a no estuvieran listas para ser plasmadas, diré como colofón que, en mi opinión, el contrapunto natural gestáltico al concepto analí­tico de la contratransferéncia no es tanto la transparencia sino una indiferencia amorosa o centro vací­o del terapeuta y su congruencia personal. Más importante que la transparencia me parece la congruencia del terapeuta y su capacidad para mantenerse honesto y libre.

Harí­a diferencia entre el terapeuta manejado por la transparencia del terapeuta que la maneja. El primero muestra su verdad como parte de la jugada prescrita por el paciente: responde a la compulsión dictada por la fuerza de escenarios interpersonales viejos y limitantes. El segundo goza de libertad y vive en el presente.

1 . Citado por Giovanni Liotti en artí­culo en Revista de Psicoterapia nº 26-27: “Safran (1990) ha propuesto el término de “esquema interpersonal” para definir estas estructuras del conocimiento del sí­-mismo y del otro”.

2 . Giorgio Nardone y Paul Watzlawick: “Terapia breve: filosofí­a y arte”. Ed. Herde

 

Joan Garriga Bacardí­. (Barcelona, diciembre 1999).
Institut Gestalt de Barcelona.

Por Joan Garriga Bacardí­

Tí­tulo de la ponencia: Acentuando lo compasivo, la humanidad, lo creativo, lo obvio, lo cómico y lo friccional.

El tí­tulo de esta ponencia corresponde a una primera respuesta espontánea a la pregunta que entiendo que funciona como estí­mulo de reflexión para la mesa: ¿Cómo gestaltista, cuál es mi forma de hacer terapia individual? Añado de inmediato que posiblemente no sea tan distinta mi manera de hacer terapia individual a la de hacerla en grupo, ya que el énfasis de mi trabajo se halla en mi manera de estar y en las actitudes y valores que evoco, vivencio y trato de potenciar mientras estoy con el otro (el paciente) independientemente de su contexto. Estos valores y actitudes que orientan mi trabajo y trato de acentuar son los siguientes: lo creativo, lo cómico, lo obvio y experiencial, lo friccional, y lo compasivo junto con la humanidad. Son corolario y telón de fondo del repertorio de conductas que constituyen mi hacer en la terapia y los procedimientos observables. Considero dichas actitudes y valores como puntuaciones (metamensajes) acerca de lo observable, que no pueden ser descritas con precisión cientí­fica sino en todo caso con la vaguedad y sugerencia evocadora de la metáfora. Operan como un metacódigo que trasmite criterios esenciales sobre el encuentro humano y la relación terapeutica, y me parece que llegan a constituir aprendizajes muy apreciables que el paciente incorpora a la relación consigo mismo y con sus otros significativos. Pasemos a considerarlas. 

 

La creatividad.

 Acentuar lo creativo lo relaciono especialmente con la capacidad de observar, de disponer de una mirada que “ve al otro”, de una visión casi infantil no interferida por los preconceptos, prejuicios o diagnósticos que llegan a delinear la atención. Es como estar calado por la intención interna de “vací­o” conceptual que facilita “ver” lo que hay ahí­, más allá de lo que deberí­a de haber. Me parece que tiene que ver con el desarrollo de la indiferencia creativa de la que hablaba Perls, un cierto desapego y libertad para conectar “marcianamente” sin referentes prejuiciados. Por tanto, si no hay una intención de búsqueda en el mirar y escuchar, si no hay un querer encontrar algo, entonces aparece todo como relevante y genuino, uno se vuelve minimalista en un sentido de atender lo mí­nimo, un pequeño cambio de coloración en la piel, un miniladeamiento de la cabeza, un cambio sutilí­simo en el patrón respiratorio, una pequeñí­sima inflexión en el tono de la voz, etc. A continuación, uno se pregunta qué expresará esto de la persona, de qué asunto penetrante para la persona será manifestación. Entiendo que la totalidad de una persona dispone de una sintaxis sumamente organizada, sin errores. Los errores los cometemos los terapeutas por nuestros déficits de observación, y nuestro principal déficit consiste en tener hipótesis sobre lo que vamos a encontrar y tratar de confirmarlas. Ahora bien, en Teorí­a de la ciencia es bien sabido que la observación neutra es una falacia, que el observador busca ver lo que pretende encontrar, que contamina el campo observado, que las teorí­as llegan a determinar los hechos. Por tanto, es completamente imposible carecer de hipótesis, estar vací­o de preconceptos, pero uno puede tratar de acercarse a eso. Por otro lado, cuando uno se pone más hueco de sí­ mismo hace espacio para que salten a la percepción informaciones del inconsciente que no casan con un discurso lógico pero que suelen estar llenas de sabidurí­a y penetración.  

Creo que uno de los terapeutas más intrépidos y creativos que han existido es Milton Erickson del que sin duda destacaban sus notables capacidades de observación, cultivadas en el tiempo de su discapacitación y postración por causa de la polio. El mismo decí­a que, a veces, en sus sesiones terapéuticas entraba espontáneamente en un estado de trance en el cual la espita de la mente inconsciente se abre de par en par y emerge una cualidad creativa que desborda la lógica racional del estado vigil habitual. Yo creo que a veces los terapeutas experimentamos trances espontáneos en los que estamos “inspirados” con toda la atención puesta en la realidad, con nulo diálogo interno. En estos momentos que podrí­amos llamar de “estar completamente ahí­” ocurre, según mi parecer, una dimensión de la comunicación excepcional. Percibimos y sentimos desde otro lugar y acontece una especie de diálogos de inconsciente a inconsciente con una sintaxis sorprendente hecha de analogí­as, sensaciones, imágenes, metáforas, palabras que fluyen, propuestas de acción, etc. Como si reinara la intuición perfecta. Sin duda y sin miedo, se va tejiendo un diálogo que parece sacado del puro fondo. 

De manera que acentuar lo creativo podrí­a resumirlo como una combinación de fina observación, con lo que implica de atención sin diálogo interno o autovaloraciones, más la disponibilidad para atender las informaciones que llegan del fondo a la conciencia, a veces locas o sin aparente sentido, y poder articularlas para configurar la dramaturgia y la poética de la terapia y del encuentro terapéutico.

La comicidad.

La comicidad tiene que ver con dos aspectos muy relacionados. Por un lado, la tendencia de mi propio carácter a relativizar y suavizar la realidad con lo que ello tiene de positivo y de negativo. Positivo porque permite un cierto desapego y una cierta pericia para desarrollar ángulos de visión útiles para vivir con mayor confortabilidad. Negativo porque implica un coste de profundidad o evitación de los aspectos dolorosos de la vida, si no estoy atento y firme para manejarlo. De manera que mi propio carácter, mi propia estrategia defensiva conlleva un cierto tono de falta de fe, de que nada es tan serio y real como para que te pueda llegar a tocar verdaderamente. Por otro lado, una comprensión carnavalesca de la personalidad humana. Observo como hacemos grandes gastos de energí­a para mantener un carácter y unas máscaras que nos hacen sentir más aptos para la comedia de lo humano. A partir de mis años de experiencia terapéutica y de las sutilezas de la comprensión caractereológica, aportadas por el estudio del Eneagrama, siento el dolor pero también la risa y lo cómico de nuestros esfuerzos por representar un rol y mantener una visión del mundo sustentada en estereotipos, falacias y predisposiciones emocionales fijadas, sin negar que haya por detrás en su origen una historia de desamor y sufrimiento genuino. Creo que tiene que ver con la comprensión de que un monto muy grande de sufrimiento es gratuito e inútil, y que nuestros trajes de opereta son como monigotes de papel fácilmente reducibles al absurdo. Suelo experimentar dos vivencias y sentimientos paralelos y cualitativamente diferentes, por un lado. rigor y respeto por nuestra condición que nos lleva a traicionarnos y funcionar desde un código de carácter y por otro un guiño cómico en el sentido de que nada es tan creí­ble y digno de seriedad. Creo que se parece a la risa jocosa de la fiesta del carnaval donde por fin se despenalizan y destapan nuestras verdaderas máscaras, permitiendo que sean vividas al desnudo, sin restricciones, con la comicidad y aceptación de saberse descubierto, de abrir el juego, renunciando a la importancia personal que concede esconder y sobrellevar nuestras pasiones.

Frente a la gravedad de los asuntos que habitualmente son la materia prima de la terapia trato de imaginarme que esbozo una sonrisa pí­cara que comprende el gran baile de nuestra existencia en clave de comedia. Confieso que no tengo claro si se trata de una plasmación más de mi propia neurosis, que pretende un exceso de ligereza existencial, o bien es fruto maduro de un camino contagiado de una espiritualidad apoyada en comicidad, algo así­ como sí­ supuestas divinidades del humor invitaran a penetrar en la “vacuidad” a base de romper y reí­rse de cualquier esquema personal trazado que uno toma por real. En resumen, trato de ver lo cómico y absurdo de nuestras pretensiones caracteriales tanto como las respeto profundamente.

Como escuché decir a una brillante terapeuta, gran parte del dolor que vivimos es falso dolor de ver hecho trizas nuestro edificio egoico (en el sentido de falso yo), y que el dolor genuino es menos común. Y añado que el verdadero dolor está siempre muy emparentado, por no decir, que es el reverso de la moneda del verdadero amor. Esto nos llevarí­a a la distinción entre sufrimiento y dolor, sustentando el primero justamente en la evitación del dolor genuino y en el intento de permanecer en el falso yo lo cual deviene en una cárcel inconsciente de sufrimiento. En cambio, el dolor genuino es una vivencia susceptible solo de hacerse presente en tanto haya implicación y entrega amorosa.

En lo concreto de la terapia me surge a veces el hacer chistes que pretenden romper la gravedad y la importancia de algunas situaciones, y el ofrecer perspectivas alocadas y casi absurdas de los asuntos que puedan llevar al paciente a tomarse menos en serio y abrir brechas en sus rigideces perceptivas. En general constato también que a menudo el humor es una ví­a “light”, pero justamente su ligereza y desprovisión de amenaza, genera una atmósfera en la que el paciente necesita defenderse menos y puede integrar más lo que previamente le parecí­a tan absolutamente trágico. Resumiendo, el humor y la perspectiva cómica facilitan el trabajo porque ofrecen permisos y una atmósfera de juego. Es cierto que algunos pacientes se han sentido ofendidos por mis intervenciones cómicas, y creo que a veces tení­an razón por el hecho de que con mi humor estaba frenando algún proceso significativo interno, así­ como creo que otras veces su sentirse ofendidos era una forma de resistencia a resquebrajar su importancia personal. Y conste que esto último me parece absolutamente respetable, a la par que nuevamente cómico. En suma, oscilo entre la respetabilidad y la comicidad, y más que oscilar dirí­a que ambos aspectos conviven al mismo tiempo, por paradójico que pueda sonar. También creo que mis pacientes huelen esta doble actitud, y a veces se sienten tan profundamente respetados como saben que hay una profunda comicidad en sus asuntos.

Obviedad.

Cuando hablo de acentuar lo obvio me refiero a la comodidad que experimento cuando los circuitos de la terapia discurren por gestalts bien ancladas en lo experiencial, cuando tienen un soporte evidente y manifiesto en el aquí­ y ahora. Para decirlo al revés, experimento incomodidad cuando la terapia discurre por circuitos excesivamente discursivos donde la persona reflexiona sobre las cosas, genera representaciones, trata de explicarse, pero se aleja del “vivenciar”. Entiendo el valor que tiene la reflexión sobre las vivencias, y no me parece que sea directamente “mierda de elefante” (1) que haya que condenar y suprimir. Me parece que es una actividad necesaria que ayuda a estructurar y comprender, siempre que verdaderamente esté al servicio de estas funciones y no sea vehí­culo de intelectualizaciones huecas e inútiles o de manipulaciones interpersonales. A veces en sesiones individuales siento la tentación de permanecer en este camino, en lo discursivo; es cómodo, ambos permanecemos en la cabeza y con un bajo nivel de involucración. Sin embargo, cuando experimento placer y un sentido de eficacia es cuando podemos trabajar con alguna gestalt del momento, algo sustentado en el cuerpo, en un gesto, en una sensación, o bien alguna palabra o frase que se huele plena, o imagen que hierve, o sueño que toca. Ahí­ siento que hay fluidez, que la persona trabaja de verdad. Pongo mucho cuidado en diferenciar las palabras “plenas” de las palabras “huecas”. Las primeras exponen a la persona y están cargadas de experiencia y representación interior, expresan y muestran a la persona. Las segundas la esconden, la tapan, suelen exhibir formas de control sobre el otro: te adormecen, te tumban, te alejan, te agreden, etc. Entonces la gestalt que tomo es “lo que me hacen” las palabras, no su contenido. No se trata en suma ni de despreciar las palabras ni de analizar el contenido, sino para que las está utilizando la persona, con qué fines, y cómo aprendió esto y cómo puede hacer nuevos aprendizajes. Lo obvio es una gestalt que uno atiende –se da cuenta- en el momento presente. Mi objetivo en la terapia es realzar lo obvio, permanecer ahí­, conectado con la realidad, y alejarme de las fantasí­as y las verborreas. Por otro lado, no me gusta interpretar. Confí­o mucho en mis percepciones, en mis imágenes y resonancias, comparto experiencia, me comparto. Ahora bien, me confieso muy ignorante sobre el otro, raramente tengo interpretaciones que considere útiles para el otro. Tengo fobia a jugar el juego de “yo sé más que tú”, o incluso “yo sé de ti”. Me basta con confiar en mí­ mismo y no confundirme. Mis percepciones me pertenecen, y quizá las hago pertenecer a la relación –ahí­ elijo-, nunca le pertenecen al otro. Para mi lo obvio es una gestalt que es atendida, y una gestalt es una pauta, un cómo, un código que la persona utiliza para vivir y conseguir cosas, porque corresponde a su historia personal y sus aprendizajes, y que, si es una gestalt importante, una pauta significativa, nació al hervor de una trama afectiva, y ahí­ se ancló. Ahora en la terapia la realzamos, la significamos, y desandamos el camino. Reparamos el desamor, reestructuramos la urdimbre afectiva, buscamos la información que estuvo faltando, flexibilizamos las pautas haciéndolas menos automáticas, añadimos opciones. Agregamos sensibilidad para la acción adecuada y responsable.

Fricción.

Lo más simple que puedo decir respecto a la actitud friccional es que un aprendizaje significativo para mi vida ha sido mantener ví­nculos muy profundos que no se sentí­an amenazados por fricciones, desencuentros o desacuerdos, sino enriquecidos por ellos. De manera que he acabado considerando que la fricción es parte integrante de una relación rica, y por tanto algo no solamente no evitable ni temible sino incluso promovible, siempre y cuando no sea gratuitamente, sino en un contexto con sentido. Recordemos la idea gestáltica del contacto como la apreciación de las diferencias. Para mí­ vida y para las terapias me ha sido muy útil poder mantener enfrentamientos severos y frustrar sin dilación y sin restricción cuando lo he sentido claramente, y poder acoger las reacciones a veces furibundas de los pacientes, y contener todo ello como algo con sentido, que está bien en la relación y que nos puede llevar a un buen lugar en la transformación terapeutica.     

Creo que las principales fricciones se producen cuando se cuestiona alguna presuposición nuclear de los esquemas de funcionamiento del paciente, cuando uno frustra con implacabilidad. Quiero decir que, aunque no lo disfrute, familiarizarme y aumentar mi capacidad y tolerancia para sostener el conflicto ha aumentado también mi competencia como terapeuta. Me parece que acentuar lo friccional (emparentado con lo que en gestalt llamarí­amos frustración y confrontación) tiene que convivir con una gran dosis de contención, con la fe de que es un buen camino y muy especialmente con la actitud compasiva que me parece requisito necesario para que una fricción sea provechosa terapéuticamente y no meramente una ristra de heridas sin sentido. La fricción no la entiendo sólo en la dirección de la agresión sino más generalmente en la dirección de esta zona de incomodidad y conflicto que sentimos cuando nos adentramos o adentramos al otro en espacios, vivencias y formas que no son las habituales.                                       

Cuando más allá de lo transferencial y lo contratransferencial se va haciendo espacio para un Yo y un Tú peculiares y genuinos, cuando más allá de los códigos interpersonales aprendidos que determinan cierto tipo de proyecciones y fantasmas sobre el otro, tanto paciente como terapeuta pueden encontrar un cierto tipo de sostén superior, o cuando por decirlo más claro el amor puede contener, tolerar, acompañar, y reparar las respectivas neurosis, entonces encontramos que todas las heridas de las contiendas terapéuticas tienen sentido por cuanto han llevado al paciente y a la relación a un lugar de mayor salud y libertad. Creo que no es posible no herir o que no haya fricción en la terapia por cuanto para que haya progreso algo de la estructura del paciente tiene que ceder, sin embargo, también pienso que no es posible una fricción útil si no está amparada y modulada por un sentimiento amoroso.

Compasión y humanidad.

Enlazando con lo anterior viene a cuento ahora hablar de la actitud compasiva y de la humanidad. Pienso que los principales recursos del terapeuta son su humanidad y su capacidad compasiva, entendida la primera como aceptación incondicional de sí­ mismo y del otro, y la segunda como el desarrollo de una actitud que desea honestamente lo mejor para sí­ mismo y para el otro.

La actitud compasiva la relaciono con la posibilidad de hacer una doble mirada sobre el paciente y por tanto tener un doble repertorio de resonancias y sentimientos. Hace unos años en algunas sesiones, me di cuenta que hací­a espontáneamente una especie de fantasí­a visual regresiva muy rápida en la que veí­a al paciente como niño, con su cara y su cuerpo de infante, con sus sentimientos y actitudes de niño, y me imaginaba en que forma y escenas habí­a sido herido y lastimado, que consiguieran ayudarme a entender, explicar y dar sentido a su modo de comportamiento actual, sus códigos defensivos y sus actitudes claramente inadecuadas e ineficaces. De manera que emocionalmente podí­a experimentar dos vivencias simultáneas: por un lado, molestia, desagrado, hartazgo, aburrimiento, impotencia, deseo, espí­ritu protector, etc. y todo el repertorio de vivencias difí­ciles que el modo de funcionar del paciente adulto era capaz de despertar en mí­, y por otro lado sentimientos más tolerantes, comprensivos y tiernos hací­a el niño que se podí­a intuir en su historia y por detrás del carácter y máscara desarrollada para vivir. Si aceptamos que el modo de configurar la realidad predefine nuestra respuesta emocional, el hecho de disponer de por lo menos dos configuraciones me hací­a más fácil poder estar con el otro y tener más opciones de respuesta y de intervención.

Al hilo de escribir estas reflexiones estaba leyendo el libro de Alejandro Jodorowsky “Los Evangelios para sanar” (2) y quisiera copiar un fragmento que expresa de una forma más clara, bella, completa, profunda y rotunda lo que yo trato de esbozar:

“Cuando nos comunicamos con alguien debemos establecer contacto con la edad que ese alguien tiene, en el momento de la conversación, pero también debemos comunicarnos con su bebé. Porque cada uno de nosotros lleva, hasta la muerte, al niño pequeño que ha sido. De este modo, tenemos que comunicarnos aceptando todas las edades que posee la persona con quién conversamos. Un ser humano no se reduce a lo que emana de él en el momento en que está comunicándose con nosotros. Nos dirigimos a este momento, pero aún más a su bebé, a su anciano y a todas las edades que existen entre estos polos”.

“Qué maravilla ver un proceso, ver al otro y al mismo tiempo contemplar a su bebé, a su anciano, su nacimiento, su muerte y su renacimiento. Cuando uno llega a esto, comprende lo que significa comunicarse con una persona: verla completamente, ver su vida anterior, su vida fetal, su nacimiento y ver también su muerte, su renacimiento…. .

Independientemente de que el texto anterior tenga interpretaciones en otros niveles me parece fructí­fero aprovechar esta idea de amplitud y riqueza de visión del otro, cuando menos porque nos promete una comunicación más completa, más cercana al Tú lleno e í­ntegro, y también lógicamente porque la riqueza de visión del Tú  enriquece y multiplica la gama de vivencias y sentimientos del Yo, nos vuelve en cierto modo más redondos, completos y libres.

Todos hemos edificado un carácter y un modo de estar en el mundo sustentado en hipótesis interiores rí­gidas que tratamos de confirmar y que determinan el tipo de ví­nculos que establecemos, nuestro escenario interpersonal preferido y nuestras proyecciones y alucinaciones sobre el otro. Entiendo que, la terapia  sostiene y responde a estas proyecciones propias y de los pacientes, básicamente frustrándolas o denunciándolas como locuras, pero se hace más llevadero si uno tiene como soporte otra visión, otro lugar de mirada y de respuesta en el que existe el amor y la inocencia  (cualidades que atribuimos a los infantes y que tienen la facilidad de despertarlas en nosotros). Cuando como terapeutas asumimos el rol propuesto por el escenario interpersonal inconsciente del paciente (de buen padre, de débil, de agresivo, de juez, etc.), o sea, nos vemos empujados a reaccionar conforme nos proponen las proyecciones del paciente, entonces confirmamos las hipótesis interiores del mismo y funcionamos por complementariedad manteniendo el status quo del paciente y desde ahí­ no hay más avance que el de la pura conciencia acerca de cómo el paciente estructura sus vivencias, ideas y  relaciones. Eso cuando somos capaces de enfocarlo e iluminarlo. Ahora bien para que haya cambio se requiere tomar posiciones que no encajen con los modelos del paciente y que rompan el status quo, y me parece que facilita este camino tener una visión más profunda del paciente, poder contactar con el foco de dolor del niño, con sus necesidades pendientes, y desde ahí­ abrir brechas y desembozar los asuntos pendientes que sostienen su problemática. 

Si es cierto, como se suele decir, que la mitad de nuestros pacientes son niños disfrazados de adultos que necesitan recuperar la capacidad de confiar y entregarse afectivamente restaurando su sentido de cooperación y dependencia, y la otra mitad son adultos disfrazados de niños que necesitan asumir su autonomí­a, autoapoyo e independencia, también podemos decir que tanto unos como otros han sido niños que han sufrido los avatares de sus ví­nculos primeros y son ahora adultos que tratan de deshacer su trama conflictiva  y tanto lo anhelan como les resulta temible. Pienso que en terapia tiene mucho valor la capacidad de contactarse (aún sea como actitud interna) con el niño sufriente del otro por la razón de que ofrece más opciones de evocación y respuesta y también sobre todo porque le va a facilitar al paciente el contacto con su fuente de dolor, a partir de cuya evitación edificó su máscara. Con ello se genera un tipo de empatí­a muy profunda, donde uno no sólo se calza los zapatos del otro adulto sino también los históricos zapatitos con los que aprendió a caminar y emprender el vuelo de su identidad.

 Sobre la humanidad me gustarí­a decir que la percibo muy relacionada con la convicción interior de hermanamiento con todos los seres vivos y humanos, que nos equipara e iguala en algo tan universal como es el vivir y el morir y nuestra fragilidad afectiva y emocional. Se manifiesta en el terapeuta en forma de honestidad, veracidad y transparencia y se podrí­a identificar como el requisito de la congruencia formulado por Rogers. No se trata pues de algo estratégico ya que los pacientes huelen la deshonestidad del terapeuta con suma precisión y la compran o denuncian en función de sus conveniencias neuróticas. Creo que más bien es algo fundado en la madurez del terapeuta que ha perdido la esperanza de que su falso yo o yo ideal o su identidad pretendida, o llámese como se quiera, le lleva a algún lugar con sentido tanto en la vida como en la terapia. Es un fruto de la caí­da y consecuentes magulladuras del terapeuta en su propio viaje terapeutico, de una cierta desinflacción interior que le hace encontrar apoyo en lo simple y veraz de su propia realidad. Es pues el desencantamiento de los espejismos del “no ser” y la asunción de la frustración y el sufrimiento como aliados del vivir y hermanadores de lo humano. En términos gestálticos es cuando el terapeuta se vuelve más organí­smico y autoapoyado en su propia experiencia soltando las pretensiones de ser de otra manera. En suma, cuando no hay muchos más cuentos que contarse ni falsedades a defender, uno se toma en cuenta por fin a sí­ mismo y esto que a veces puede no ser gran cosa, es experimentado por el otro como veracidad. Y efectivamente no es gran cosa, sólo humanidad compartida. No trato de decir que yo personalmente haya llegado a ninguna parte ni que esté maduro en nada, sino que esta forma de explicarlo, esta metáfora de la desnudez que nos hermana, me indica una dirección 

útil para seguir, una luz que ejerce de norte a pesar de todos los extraví­os cotidianos.

 Señalar finalmente que está implí­cita en esta descripción del valor de la humanidad una comprensión del oficio de terapeuta como viaje de exploración y autoconocimiento personal sin el cual no tendrí­a sentido dicho oficio, y es por tanto una comprensión que se aleja tanto del modelo médico como de la idea del psicólogo como técnico.

Cierre.

Para terminar esta exposición sobre las actitudes en las que trato de poner el acento en la terapia y que combinadas constituyen un modo de hacer, no solamente mí­o pues tengo la idea de que muchos colegas gestaltistas también lo suscribirí­an, y por tanto demarcan una diferenciación con otros enfoques o maneras de hacer terapia, y sirviendo a modo de resumen se me ocurre relacionar estas actitudes y valores con metáforas de personajes que las puedan representar. Pienso si el asunto de la compasión no quedarí­a bien encarnado en la figura de la Virgen Marí­a y por extensión en el arquetipo genérico de la Madre, el de la humanidad en el del Hermano, que refiere igualdad, apertura, veracidad y un marchar de lado por los caminos del vivir, el de la fricción en el del Padre quizá representado por la figura de Jesús como padre mí­tico que por amor no vacila en denunciar la hipocresí­a y enfrentar a los escribas y fariseos y mas generalmente cualquier extraví­o del reino de Dios (que se podrí­a tomar a su vez como metáfora del verdadero yo o genuino ser). Pienso que la acentuación de lo obvio y experiencial se podrí­a representar con la figura del marciano o del Niño inocente capaz de ver lo obvio de la desnudez del rey a pesar del consenso grupal que conviene en alucinar un vestido original, en verdad inexistente. El aspecto creativo vendrí­a significado por el director de teatro o el poeta y la comicidad por la figura del payaso o cómico que hace aparecer el absurdo de cualquier situación. Así­ pues, termino invitándoos a pensar en el terapeuta como alguien que se asienta en cuatro patas que encarnan los arquetipos familiares básicos: Madre, Padre, Hermano, Niño; más dos brazos, uno poético, artí­stico, escénico, creador de realidades y ebrio de magia y belleza y el otro comediante y farandulero, destructor risueño de estas mismas realidades.

  1. Expresión utilizada por Fritz Perls “elephantschit” para referirse a las teorizaciones y expresiones “acerca de” o acercadeí­smo, en lugar de implicarse experiencialmente.
  2. Jodorowsky, A. “Los Evangelios para sanar”. Ed. La llave, 1998. (Pg. 87-88)

– En la presentación he hablado de las pelí­culas “Ciudadano Kane” y “El indomable Will Hanting” para hablar del asunto de la compasión y la humanidad respectivamente.